Ana, modelo lisboeta (Baltasar del Río)

Ana era una chica veinteañera que estudiaba tercero de arquitectura en la Escuela Superior de Lisboa. Vivía con sus padres en un modesto piso de la Rua dos Navegantes, en el barrio de Madragoa, a un paso de la basílica de la Estrella, camino del cementerio de Prazeres. Con la asignación semanal que le daba don Antonio, su padre, y con algunos dibujos con vistas de su ciudad que vendía los sábados a través de un amigo en el mercadillo semanal del campo de Santa Clara, tenía para sus gastos, que la verdad no eran muchos, pues desde niña se había acostumbrado a vivir con estrecheces y a ahorrar. No vestía ropa de marca, ni fumaba, salía poco con los amigos y además disfrutaba de una beca que le cubría la matrícula universitaria, el transporte, algunos manuales y el material básico de dibujo. De vez en cuando bajaba a las librerías de viejo del Chiado y rebuscaba entre los viejos grabados de su ciudad, pero casi siempre valían más de lo que ella tenía ahorrado; a pesar de ello era feliz.

A principios de curso el profesor de Diseño Plástico I, el doctor don Sebastián Lopes Pereira, mandó un trabajo para el primer cuatrimestre: debían dibujar con toda precisión y sumo detalle un edificio emblemático de Lisboa. Para ello recomendó que además de las consabidas sesiones de dibujo al aire libre frente al monumento debían captar una gran cantidad de imágenes, hasta los más recónditos e insignificantes detalles, para lo cual les sería de gran utilidad tener una cámara digital. Ana tenía claro qué edificio desentrañaría con sus dibujos: el antiguo convento de franciscanas clarisas de Madre de Dios, actualmente convertido en Museo Nacional del Azulejo donde la gustaba ir algunos domingos para ver sus magníficas colecciones cerámicas que ya se conocía casi al dedillo. Pero sabía bien lo que no tenía: la cámara digital para obtener las mil y una imágenes que necesitaba. Ella podía utilizar con facilidad, y de hecho así lo hacía, los ordenadores destinados reservados para los alumnos en su Escuela, pero allí no disponían de cámaras digitales para su préstamo, ni conocía a nadie que la tuviera. Esa semana la pasó toda de tienda en tienda preguntando el precio de estas cámaras. Bien pronto descartó una nueva, ya que la más económica, que también, claro está, era la que menos prestaciones tenía, salía por unos de 450 euros. Tampoco encontró ninguna asequible de segunda mano, pues o bien eran bastante caras aún -las más aceptables no bajaban de los 400 euros-, o las más baratas no tenían la resolución mínima deseable que le había recomendado el profesor. Y eso sí la tenía descorazonada.

Una noche, de vuelta a casa, y mientras soportaba el agradable traqueteo del tranvía 28 sentada en el último banco, vio un pequeño anuncio del tamaño de una octavilla que alguien había dejado abandonado en el banco contiguo al suyo: «Se necesitan chicas-modelos para gala de peluquería». El brusco giro del tranvía entre la Rua Antonio María Cardoso y la Plaza Luis de Camoes la desplazó de su asiento y la encaró contra el cristal, en el cual se reflejó su rostro. Fue entonces cuando vio cómo su pelo, no del todo lacio, negro, grueso y brillante bajaba por los hombros hasta caer bastante más abajo de los pechos y se preguntó al instante ¿por qué no? La mañana siguiente llamó al teléfono que indicaba el anuncio y concertó una cita para esa misma tarde en la peluquería «Línea Tres» situada en la Avenida da Liberdade, 27. A las cuatro menos cinco Ana ya estaba en la puerta de la peluquería. Para ir acorde con el estilo juvenil que buscaban en las modelos (según le dijeron por teléfono) se puso una ajustada camiseta de algodón blanco estampada con un moderno logotipo abstracto que habían creado sus compañeros de facultad y unos vaqueros que realzaban aún más sus largas y delgadas piernas. El local de la peluquería combinaba elementos modernos con otros clásicos en una mezcla de buen gusto. Al momento la atendió Jorge, el primer oficial de la peluquería, un chico de muy buen ver -según pensó Ana para sus adentros-, con apenas treinta años que, según le dijo, era el encargado de hacer la selección de las modelos. Desde que vio a Ana supo que era una de las ocho que necesitaba para el desfile, si bien debía explicarle claramente a la chica qué pedía a cambio de los 350 euros que iba a ganar en apenas una mañana y una tarde. Lo primero que le preguntó fue si siempre había llevado el pelo así largo, y ella le contestó que sí, que era muy conservadora y apenas iba un par de veces al año a la peluquería para que le sanearan las puntas. Mal asunto se dijo Jorge.
– ¿Y si te tuvieras que cortar el pelo muy, muy corto en la gala?
– Siempre tiene que haber una primera vez en todo -replicó ella con energía-.

Jorge respiró, sabía que ya tenía una modelo dispuesta. Ana dejó su teléfono y quedó en volver a la peluquería el día del pase de modelos por la mañana para que le lavaran y prepararan su melena. Al salir vio de nuevo su pelo reflejado en el escaparate cristalino de una tienda de bolsos y se dijo para concienciarse y reafirmarse que si París bien valió una misa, su cámara bien valía un buen corte.

A pesar de esa resolución y entereza inicial durante el resto de la semana no dejó de darle vueltas al asunto; incluso una noche lo consultó con sus padres y ellos no pusieron ninguna pega. Pasaron rápidos los días y casi sin darse cuenta a las dos de la tarde del sábado Ana salía de «Línea Tres» con su melena alisada, brillante y reforzada con un tinte negro de tonalidades azuladas. La cita era a las seis en el salón Magallanes del Hotel Barcelona, Rua Laura Alves, barrio de Campo Pequeno, cerca de la plaza de toros lisboeta.

Mientras iba en el metro de camino a la gala le asaltaron de nuevo las dudas: ¿el pelo o la cámara? Y esta vez eran mucho más fuertes, la firmeza mostrada anteriormente cedía ante el recuerdo de las palabras de Jorge: «muy, muy corto». A punto estuvo de bajarse en la estación de Saldanha para volver de nuevo al Rossio, pero la voz de su conciencia le gritó interiormente: «quién algo quiere, algo le cuesta». Y llegó al salón Magallanes a las cinco y veinte. Jorge no le había mentido: «muy, muy corto» le había dicho, y en efecto, corto, muy corto iba a quedar el pelo de Ana, exactamente al número tres de la maquinilla por las partes más largas. Brevemente, y antes de salir al pequeño escenario, le explicó que ella sería la tercera modelo, y que a diferencia de las dos anteriores y de las cinco posteriores a ella le cortarían el pelo sola, y lo haría él. Primero iban dos cortes de temporada, después el suyo, de fantasía le dijo -«menuda fantasía» pensó ella-, más tarde un proceso de color con permanente incluida, otros dos cortes más clásicos y como final de la gala dos recogidos para novias.

Tras unas cortinas vio algo de los dos primeros cortes y del salón. Más de cien personas, la mayoría peluqueros y peluqueras, estaban sentados en el frente y los costados del escenario; muchos de ellos grababan la gala con cámaras de vídeo o fotografiaban con cámaras digitales (como la que ella quería comprarse) cuanto acontecía sobre la blanca moqueta que poco a poco se iba ensombreciendo con mechones de pelo. Todavía sonaban los aplausos a las dos primeras modelos, mezcladas con un lejano hilo musical, cuando Jorge le dijo:
– Ana, vamos ya; ánimo y tranquila. Muestra tu mejor sonrisa y piensa en la cámara -pues Jorge ya conocía los motivos que llevaron a Ana a la puerta de «Línea Tres», ella se los había confesado mientras le lavaba la cabeza esa misma mañana-.

Ana tragó saliva, enderezó el cuello y a modo de sentimental despedida antes se traspasar las cortinas se tocó con los dedos pulgar e índice de ambas manos las negras puntas que destacaban sobre el top celeste que llevaba puesto. Y al momento allí estaba ella, en medio del entarimado, sentada en una incómoda banqueta giratoria. Jorge se situó detrás y mientras explicaba al auditorio que iba a transformar radicalmente la imagen de la bella modelo le masajeó el cuello para rebajar la tensión del momento. Pausadamente el peluquero rodeó el largo cuello de cisne de Ana con una ancha banda de papel de fieltro para evitar que los pelos se colaran por la embocadura del peinador. Justo en ese momento, al verse ceñido su cuello, Ana, que en el bachillerato había sido una más que notable estudiante de Historia, recordó la vida, y sobre todo la muerte en un día lluvioso de Granada de una heroína española que acabó ejecutada en el garrote vil por bordar una bandera liberal allá por mil ochocientos treinta y tantos; pero no ponía en pie entonces su nombre, pues la mente la tenía puesta en otro asunto. Justo entonces sintió cómo un inmenso peinador blanco ribeteado en negro con el anagrama de «Línea Tres» (una gran letra ele mayúscula entrelazada con el número tres) se ceñía también a su cuello y la tapaba casi por completo. Sintió los dedos de Jorge entre sus cabellos mientras la peinaba con un peine de anchas púas que resaltaba lo brillante de su pelo negro en gruesos mechones. Para tranquilizarla Jorge le pidió en voz muy baja, casi en susurros al oído, que no estuviera tensa, que se relajara y que sólo pensara en las portadas manuelinas y en los claustros del antiguo convento de Madre de Dios que tan precisa y detalladamente iba a fotografiar con su nueva cámara digital. También entre susurros, en un momento en el que subió la música ambiente, le comunicó a ella antes que a la «distinguida concurrencia de colegas» -como más tarde dijo- que primero le iba a cortar un buen trozo de cabello con la tijera, hasta dejarle una melena cuadrada a la altura de los hombros, y después, antes de que la máquina entrara en acción, le iba a rebajar el volumen con la navaja. Y así fue, y así lo sintió Ana, paso a paso. Primero el sonido chisqueante de los varios tijeretazos que fueron necesarios para cortar tan la melena a la altura de los hombros. Cada corte de mechón se repetía la misma escena: Jorge le colocaba el pelo cortado a la altura de sus ojos y lo depositaba cuidadosamente sobre la tela del peinador, a la altura de los pechos, para que desde allí cayera rápidamente hasta el suelo en una especie de tobogán bicolor por una acanaladura que nacía en el peinador a la altura de la confluencia de los dos generosos pechos de Ana y que terminaba justo en las sandalias de la modelo. Cuando Jorge finalizó su primera etapa del corte tomó un recipiente con agua (verde y de diseño posmoderno) y pulverizó el pelo de la modelo, lo que unido al tinte matinal y al efecto de los focos generó en la cabeza de la joven unas bellísimas irisaciones azuladas. Ella, con la cabeza firme y la mirada siempre al frente, pudo ver entre el público, a pesar del efecto frontal de la iluminación, algunas expresiones muy peculiares. Por lo general las mujeres que la observaban sufrían con el drástico corte; en cambio entre los hombres predominaban las caras de satisfacción, a veces trufada con tintes evidentemente morbosos.

Instantes después no solo eran gotitas de agua las que caían de la cabeza de la modelo, también mechones de pelo que se desgajaban de su matriz tras un leve chasquido que sonaba cada vez que la navaja se paseaba de arriba hacia abajo por los mechones mojados que sujetaba fuertemente Jorge. De izquierda a derecha fue apareciendo cada vez más nítido y despejado el rostro de Ana, y fue entonces cuando se vieron por vez primera las lindas orejas de la joven, pues su extremo superior le marcaban al peluquero la línea del corte. Cuando terminó esta segunda fase Jorge miró con un punto de compasión a la muchacha y exclamó interrogativo a todos los presentes:
– ¿No es acaso ésta la más bella Juana de Arco que han visto en su vida?

El peluquero dejó la navaja sobre una breve mesa auxiliar que estaba junto al taburete, se limpió los pelos mojados que habían quedado entre sus dedos y tomó con sumo cuidado una maquinilla eléctrica que descansaba en su cargador, la mostró ostensiblemente al público, y con el dedo índice de su mano derecha fue moviendo el indicador de la longitud del corte, que inicialmente estaba en el número seis y que él, poco a poco, fue rebajando número a número ante el asombro de la concurrencia hasta dejarlo en el dos. Ana, que miraba fijamente la mano que sostenía la máquina, fue contado para sus adentros con gran angustia esta fatal rebaja: cinco, cuatro, tres, dos.

Antes de empezar Jorge puso sus manos sobre los hombros de la modelo e hizo girar el taburete, de tal forma que Ana quedó dando espalda al público. Apenas miró hacia la cortina cuando comenzó a sonar sobre su nuca un zumbido aterrador que le subía desde el cuello hasta la tapa del cráneo; sin verlo, sólo por la intuición, notaba perfectamente como el movimiento de las cuchillas zigzagueantes sobre peines iban rebajando el pelo hasta la mínima expresión. La máquina, dirigida muy delicadamente por Jorge, pasó una y otra vez por la nuca y los laterales de la cabeza hasta mucho más allá de las orejas. En el suelo el pelo negro se amontonaba en anárquica. Ana mientras tenía su cabeza mirando hacia las sandalias por exigencias del corte se entretuvo en ir haciendo un semicírculo. Entonces recordó algo, un nombre: «Mariana Pineda, sí, así se llamaba la heroína de Granada». Jorge, para intentar quitar dramatismo al asunto bromeó con el público
– Como verán Ana, que así se llama esta linda modelo, de haber sido hombre y soldado, podría ya pasar perfectamente la revisión del más exigente sargento cuartelero.

Ella captó al vuelo la frase y pensó para sus adentros: «pues para ya hombre, para ya». Pero no, Jorge volvió a repasar otra vez más a peine sobre máquina la superficie rapada tras lo cual pasó muy suavemente la mano por los cortísimos cabellos de abajo hacia arriba. Ana comenzó entonces a sentir que aquello era ya algo más que un simple ¿simple? corte de pelo. Sólo le restaban cabellos más largos de dos centímetros en la zona superior de la cabeza, pero éstos fueron pronto reducidos a una longitud semejante al resto del pelo con unos certeros toques de navaja y un despuntado con las tijeras. Tan solo el flequillo quedó un poco más largo, apenas unos hilillos engominados que no llegaban a los tres centímetros. Casi testimonialmente Jorge usó las yemas de sus dedos y el secador de mano para dar forma y dirección al escaso y corto cabello que quedaba en la cabeza de Ana, pues el resto yacía a sus pies en desordenados montecitos de mechones negros. Tras esto el peluquero despojó a la modelo del peinador y del y lo ofreció su mano para ayudar a levantarla. Con un «voila» presentó su creación al público, que aplaudió mucho mientras Ana paseaba con cierto garbo por la pasarela de izquierda a derecha.

Traspasada la cortina que separaba el escenario Ana corrió a buscar un espejo de pared que adornaba un pilar del pasillo; antes de mirarse en él contuvo por unos momentos la respiración, cerró los ojos y cuando los abrió corrió presta una lágrima por su mejilla: nacía ahora una nueva Ana, y con cámara digital pensó ella.

Al desfilar por última vez sobre la pasarela, ya con el resto de las modelos como cierre del taller práctico, sintió orgullosa cómo los aplausos crecían en intensidad a su paso. Ya entre bambalinas Jorge la abrazó, le acarició la cabeza despeinándola un poco y la besó en la frente y también en lo más alto de la casi rapada coronilla.
– ¡Óle las mujeres valientes! Mañana vas a ser la más guapa de las estudiantes de arquitectura. Tus compañeras te tendrán envidia.

Tras tomar una copa, recogió de manos de la gerente de «Línea Tres» un sobre azul que tenía escrito su nombre con tinta rosa y salió a la calle. El fresco de la noche cayó rápidamente sobre su despejada cabeza. Fue el primer aviso de que algunas cosas tardarían en ser como antes. Camino del metro se topó entre las brumas de la noche con las orientalizantes torres de la plaza de toros lisboeta. Ya dentro de la estación, sentada frente a las vías mientras esperaba el metro de la línea amarilla (nominada Girasol) abrió el sobre y se llevó dos grandes sorpresas: contenía un billete 500 €, y además una nota manuscrita por Jorge: «Te lo mereces ¡¡Ah!! y no sólo soy un buen peluquero…» Debajo había un número de teléfono móvil.

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Author: mdj

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