Cárcel de mujeres (Agustín García)

Joanna escuchó la sentencia con pasmosa tranquilidad. Después de año y medio asistiendo a la sala de juicios, soportando interminables interrogatorios, mentiras y montajes, el escuchar por fin la sentencia, era para ella una entera liberación. Sabía perfectamente de su inocencia. Fue su novio quien conducía la noche que atropelló a la anciana. Pero su novio murió en el accidente, y ella fue denunciada por la compañía de seguros. Se negó a pagar la prima por defunción y ella «pagó los platos rotos». Sí, ella sabía que era inocente, pero el jurado emitió una sentencia totalmente contraria. Culpable. Y el juez la condenó a cinco años de prisión por el delito de imprudencia temeraria.

A Joanna la vida le había sonreído desde que nació. Inteligente y guapa. Le faltaba un año para terminar la carrera de medicina cuando ocurrió el atropello. Alta, esbelta, ojos verdes, cabello cobrizo muy largo que recogía en una coleta; se podría considerar una belleza salvaje. Y a sus 23 años el futuro le tenía reservado una vida plena, claro, hasta que ocurrió el atropello.

Una vez leída y escuchada la sentencia, a Joanna la condujeron dos policías judiciales a la celda de los juzgados, a la espera de que viniese el furgón policial de seguridad para conducirla a la prisión de mujeres del Estado por un periodo de cinco años. Cinco años insufribles que terminarían con una improbable reinserción, paro, vida miserable y marcada para toda la vida.

Ya en el furgón policial y con las esposas puestas, su mente se mantenía en blanco. No le apetecía pensar en nada. Lo que tenga que pasar, pasará. No le asustaba la cárcel como tal, temía a las reclusas que se podría encontrar. Asesinas, prostitutas, marginadas, yonquis. Intentaría mantenerse al margen de cualquier clan o grupo. La soledad sería su compañera de presidio.

Después de tres horas de viaje, el furgón policial aminoró la marcha. Por entre los barrotes que cubrían las ventanas del vehículo pudo ver una mole gris de cemento y metal. La prisión del Estado para mujeres. Las alambradas cubrían todo el perímetro. Seguro que estaban electrificadas. Y cada doscientos metros, una torreta con un guardia armado de vigilancia. ¡Dios! ¿Quien podría escapar de aquí?

El furgón paró en seco y las puertas traseras se abrieron dejando pasar la luz cegadora del sol. Joanna se levantó del asiento y caminó hacia la luz. Tres guardias la escoltaron a través de una puerta que daba a un túnel. Este túnel unía el perímetro exterior de la prisión con el módulo principal. Una vez salidos del túnel, Joanna se encontró con unas rejas metálicas que se abrieron automáticamente una vez la cámara que nacía de una de las paredes de cemento visualizó a la nueva inquilina. Una vez atravesada la puerta enrejada, otros tres guardias la esperaban, pero estos no eran hombres, eran celadoras de prisiones. Altas, fornidas y con cierto tufillo a sádicas. A Joanna la miraron descaradamente y con cierta sonrisa en los labios.

-Reclusa, acompáñanos a recoger tu nuevo vestuario. Seguro que te sienta muy bien.- Ladró una de las celadoras.

Joanna les acompañó atravesando un patio enorme casi en penumbra a consecuencia de la altura a la que se encontraba el techo y las pocas claraboyas que oradaban dicho techo.

Le sorprendió el no encontrar todavía a ninguna de las reclusas. ¿Donde se podrían encontrar? Joanna se atrevió a preguntar a las celadoras.

-¿Donde están el resto de las «inquilinas»?.

-¿Tanto interés tienes en saberlo?- Contestó una de las fornidas y sádicas celadoras

-Pues la verdad es que sí, esto parece un cementerio, no una cárcel.

-A estas horas se encuentran todas en el patio trasero haciendo deporte o lo que les venga en gana.

Llegaron a los vestuarios y a joanna le dieron dos monos de color azul marino, una gorra blanca, dos juegos de bragas y sujetadores, dos pares de zapatillas, cuatro pares de calcetines, una pastilla de jabón y cuatro toallas.

– Bien, ahora nos vas a acompañar a las duchas. Creo que necesitas un buen lavado y desinfectado.- le dijo la celadora más alta.

-¿Que hago con toda la ropa?

-Déjala en el banco de madera a la entrada de las duchas. Pasarás a la ducha solamente con una toalla y el jabón. Después, cuando salgas, podrás recoger tu nueva vestimenta. ¡Ah!, la ropa que llevas déjala también en el banco de madera, nosotras te la recogeremos y te la guardaremos hasta dentro de cinco años.

-¿Y mis efectos personales?

-Solo puedes coger tabaco, un encendedor, cepillo de dientes y dentífrico, papel y lápiz. Nada más. Según las necesidades que tengas posteriormente, ya estudiaremos el darte algo más o no.

-¿Y el cepillo del pelo y el coletero?

-Cariño, no te va a hacer falta por lo menos durante un año.

-No entiendo.

-Dentro de un momento lo entenderás.

Joanna se asustó. ¿Que habían querido decir con que no le iba a hacer falta? Pensaba en lo peor. ¿No pretenderían cortarle el pelo? A la entrada de las duchas, antes de preguntar si ya podía desnudarse para pasar a las duchas, la sujetaron entre las tres celadoras y la pasaron a una pequeña habitación que se encontraba a la izquierda de las hileras de bancos habilitados para dejar la ropa. Joanna comenzó a gritar cuando comprendió para qué servía tal habitación. Era la barbería.

Entre las dos celadoras la sujetaron con una fuerza endiablada al sillón de barbero. Una correa en cada brazo, otras dos correas para las piernas, y una para la cintura.

Joanna dejó de gritar y de convulsionar su cuerpo. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Dio por seguro que nada en esta vida podría salvarla de que aquellos dos gorilas le cortasen su larga cabellera.

Una de las celadoras dio media vuelta al sillón, dejando a Joanna frente al espejo. La otra celadora cogió de encima de la repisa, ubicada debajo del amplio espejo, un peine y unas tijeras. Seguidamente con el peine fue separando mechones del pelo de Joanna y sujetándolos con gomas para que se quedasen independientes entre sí. Una vez realizada la operación de separar los mechones, pasó a cortarlos uno a uno a cinco centímetros de la raíz del pelo y echándolos en el regazo de Joanna.

-¡Mira al espejo cerda y verás como tu lindo cabello desaparece! – Le gritó la celadora.

Joanna, dentro de su mutismo, se juraba que pagarían con creces tal ignominia.

Cuando hubo terminado la celadora de cortarle todos los mechones con las tijeras, cogió la máquina eléctrica de rasurar, y colocándola en posición de corte al 0, empezó a pasársela desde la frente a la nuca repetidamente. La cabeza de Joanna iba quedándose rapada a medida que la máquina de rasurar iba cortando al 0 el corto cabello que le quedaba. Una vez que se hubo quedado la cabeza monda y lironda, «la gorila» e la celadora pasó a enjabonarle toda su cabeza.

-Verás que suavecita se te queda, monada.-

Una vez enjabonada toda la cabeza de Joanna, la Gillette, hizo el resto. Al mirarse al espejo, Joanna vio como su cabeza totalmente afeitada era blanca, contrastando con el color rosáceo de la piel del resto de su cara. Notó un frescor agradable y extraño en la piel de su cráneo liso, antes poblado por una abundante y larga melena brillante.

-Bien nenita, ¿crees que hemos terminado? No, nos queda la sesión de depilado. ¿Quien nos asegura que no tienes ladillas en tu pubis? Y no te resistas, ya te d.C. igual, sin pelo en tu cabeza y sin vello en tu pubis.

Joanna, totalmente humillada, no opuso resistencia cuando las dos celadoras le quitaron la ropa. Pensaba que no merecía la pena, ya no le quedaban ganas de luchar.

Le separaron las piernas. La celadora que antes presenció cómo le afeitaba su compañera la cabeza a Joanna, pasó a la acción. El sexo de Joanna era tupido. La abundante mata de vello púbico, escondía totalmente los labios mayoras de su sexo. La celadora cogió la máquina eléctrica de rapar y muy despacio rapó totalmente el pubis de Joanna. Al caer toda la mata de vello púbico al suelo, el sexo de Joanna quedó al descubierto. Acto seguido, la celadora enjabono todo el pubis y el sexo de Joanna y pasándole la maquinilla de afeitar, dejó el pubis y el sexo, totalmente afeitado sin ningún vestigio de pelo.

-¿Ves que bien y que fresquita te has quedado? ¿No te dijimos que no te iba a hacer falta el peine y el coletero? Levántate del sillón monada, y pasa directamente a la ducha.-

Al levantarse del sillón, Joanna se vio reflejada en el amplio espejo, viéndose totalmente afeitada, afeitada la cabeza y afeitado su sexo. Tuvo un pensamiento fugaz y masoquista. ¡Realmente no quedaba tan mal con la cabeza afeitada, y sin vello en el pubis!

Ya en las duchas, se recreó con los finos chorros de agua que acariciaban su piel, su cabeza limpia de cabello, y su pubis afeitado.

Al cabo de 10 minutos, y después de recibir una orden de las celadoras, salió de las duchas poniéndose el mono de la cárcel y cogiendo su ropa de calle y el resto de la ropa de la prisión.

-Vamos a tu celda monada.-

Las dos celadoras, escoltaron a Joanna a la celda. De pronto oyó una bocina e inmediatamente se produjo un estruendo que se asemejaba a una estampida. Las reclusas volvían del patio.

La sorpresa de Joanna fue descomunal al comprobar que todas las reclusas iban con la cabeza afeitada.

-¡Monada!, ¿ves como también tus compañeras van a la última moda en cuestión de pelo? La primera afeitada es humillante para vosotras, pero qué coño, ¡todas repiten! A todas les gusta llevar la cabeza y el sexo afeitado, e insisten para que le afeitemos la cabeza y el pubis repetidamente cuando ven que les empieza a crecer el cabello y el vello.-

Joanna se quedó sorprendida de que el pensamiento fugaz que tuvo al verse de manera agradable en el espejo de la barbería totalmente desprovista de pelo, lo hubiesen tenido el resto de reclusas.

Decidió que el tiempo de condena que empezaba a cumplir en esos mismos momentos, lo pasaría con la cabeza afeitada y con su sexo totalmente afeitado. Sentía placer tocándose su cabeza suave libre de pelo, al igual que su sexo. Bueno era empezar placenteramente su condena. Y quien sabe, igual podría compartir su placer con alguna de las reclusas. A LA MIERDA LOS HOMBRES.

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Author: mdj

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