Inicio de curso (Franco Battiatto)

La liturgia se repetía invariablemente cada vez que comenzaba una temporada de trabajo en el salón.

Mona, la ofíciala jefa de una de las peluquerías más grandes y exclusivas de la ciudad (tenía más de 20 chicas trabajando en ella), reunía a las aprendices en la sala contigua a la cabina de rayos UVA y las alineaba como si se tratase de un grupito de jóvenes reclutas. Paseaba lenta y parsimoniosamente una escrutadora mirada de abajo arriba por cada una de las chiquillas para acabar concentrándose en el pelo de cada una de ellas.

Cada año llegaban a la peluquería un grupito de siete chiquillas de entre 18 y 20 años, recién salidas de la academia de peluquería. Venían con una sonrisa en la boca, con ganas de aprender. No en vano habían sido elegidas para hacer prácticas en uno de los salones más ‘cool’ y modernos de la capital. Mona, que lucía una larga y vaporosa melena negra en bucles como un auténtico triunfo, las recebía en un ritual que en que se mezclaba la sonrisa de bienvenida y su gesto duro de jefa insobornable e inflexible.

Las niñas solían venir vestidas muy llamativamente, como si fueran de fiesta para causar mayor impacto. Traían cortes de pelo exagerados, abultados, escandalosos. Los ejercicios de fin de curso de la academia eran francamente irreverentes. Las chicas lucían cortes futuristas de colores extravagantes y peinados aún más imposibles. Eso había que arreglarlo de raíz. No se podía consentir bajo ningún concepto que esa pequeña turba de chiquitas mal peinadas atendiese a las clientas con ese aspecto de ‘groupies’ de discoteca.

Mona las alineaba. Las auscultaba con su incisiva mirada. Se fijaba en las más guapas. Y veía las posibilidades de corte de cabello de cada una de ellas. Las adolescentes aceptaban de buen grado el cambio de imagen que se les obligaba a realizar nada más ingresar. No tenían otra alternativa. O aceptaban, o se quedaban sin las prácticas. Era un pequeño sacrificio que no tenían más remedio que afrontar. Alguna de ellas ya traía el cabello excesivamente recortado de la Academia y respiraba de alivio. ‘No sé que me pueden cortar ya, si se me ve todo el cráneo’, parecía pensar más de una de las niñas. Otras, en cambio, que en los experimentos de la escuela de peluquería habían logrado conservar algunos centímetros de pelo e incluso alguna de ellas a la que se le respetó una pequeña cola de caballo, se iban haciendo a la idea de que en breve desaparecería de su cabeza. Había que hacerse a la idea.

En el salón de Mona era tradición y todas las clientas lo sabían y aceptaban que las peluqueras nuevas eran rasuradas al cero para identificarlas como novatas. Luego, cada temporada que seguían en la peluquería les era permitido dejarse crecer un poco el cabello, entre un centímetro y tres, dependiendo de su pericia en el trabajo. Las buenas, eran premiadas con la largura, las malas, eran rapadas nuevamente, incluso otra vez al cero, como castigo.

Mona, imbuida en su trascendental rito iniciativo, las arengaba nada más entrar. Las hacía entender que habían ingresado en un salón exigente y en el que las normas se cumplirían férreamente. A continuación, les espetaba con fortaleza y decisión:

¡Bien, chicas, iros desnudando! No os sintáis avergonzadas. Una de las normas es la que impone que aquí, en el salón, hacemos todo juntas. Funcionamos como un equipo, como una auténtica familia. Somos hermanas. Y todas nos respetamos. A continuación, se os dará a cada una vuestra bata que a partir de ahora será como un uniforme para vosotras.

Las chicas, algo asustadas, siguieron al pie de la letra las instrucciones de Mona que esgrimía una y otra vez su gran melena azabache. Su esponjosa cascada de rizos perfectamente perfilados desde la raya en medio donde nacían como dulces espirales brillantes. Acomplejadas y avergonzadas, las chiquillas, se fueron despojando de sus prendas para posteriormente cubrirse con una escueta batita de manga corta y generoso escote que dejaba al aire casi todas las piernas de las niñas. La bata tenía por único cierre un par de botones en la zona delantera.

Mientras las chicas procedían a su desnudo, Mona iba tocando la cabellera de las chicas una a una. Si había alguna que llevaba el pelo recogido en una coleta o con algún tipo de prendedor u horquilla, se lo soltaba con fuerza.

– No quiero gomas, ni recogidos. Quiero el pelo suelto para que os sea lavado con libertad y precisión. Tampoco me gustan las gominas. A partir de ahora sabréis lo que significa ser naturales, niñas.

Cuando las chicas terminaron de vestirse con las batitas fueron obligadas a pasar a los lava cabezas. Allí les esperaban las compañeras veteranas de la pelu. A cada veterana le había sido asignada una novata. Sería a partir de ahora y durante toda la temporada como una preceptora y la encargada en vigilar que el cabello de la novata no creciera más de un centímetro. Cada semana debía someter a un rasurado integral a la novata. Así eran las normas. Así lo quería Mona y así lo querían las clientas.

Una vez lavadas las pasaron a los modernos tocadores de metacrilato. Las siete adolescentes fueron sentadas en otros siete tocadores. Todas fueron cubiertas alrededor de su cuello por unas llamativas capas de colores estridentes: fucsias, azules galácticos… en las que se desvanecerían dentro de muy poco sus mechones.

Cada una de las veteranas dedicó a cepillar el pelo de su novata durante un tiempo largo. Mona era una obsesionada de la suavidad en el cabello aunque este fuese a ser sacrificado en breve por la incisiva y eficaz rapadora.

Mona dio una nueva orden voz en grito como guiada por una mórbida mecánica:

Que las niñas con el cabello más o menos largo les sea recortado hasta que se pueda rasurar con máquina.

Y así procedieron las veteranas. Recortaron decididas con sus tijeras brillantes de acero los cabellos más largos de sus neófitas. El cortado fue caótico, casi rapado al ras. No tenía ningún sentido buscar forma o peinado alguno a un cabello que iba a ser en breve despreciado, rapado al cero.

Una vez terminada esta operación Mona prendió una enorme rasuradora de color rojo. Lentamente fue pasado por cada una de las sillas. A cada niña le practicaba una sola pasada de rasuración. Generalmente desde la frente hacia la nuca. Pero con alguna invirtió la dirección y la realizó de la nuca a la coronilla. En poco tiempo todas habían quedado marcadas por el cortapelo. Después dio la señal a las veteranas. Ellas terminarían el delicioso trabajo que ella tenía el exclusivo placer de iniciar año tras año.

En un instante mágico, un rugido múltiple de máquinas sonaron al unísono en una sinfonía de cuchillas rasurando pelo, como una jauría rapadora y ávida de cabello joven. Las crenchas capilares de todos los colores y texturas descendían torpemente en grumos por las capas de las adolescentes. A medida que iban siendo despojadas desde la frente a la nuca en sucesivas pasadas de las rasuradoras, iban apareciendo cráneos nuevos y blancos. Nuevas niñas.

En breves minutos, las novicias eran calvas. Una pequeña legión de niñitas con la cabeza libre de cualquier vestigio de pelo y con una expresión entre sorprendida y temerosa. Algunas de ellas, gratamente complacidas.

El suelo del salón estaba para entonces prácticamente cubierto de una suave alfombra de pelo adolescente recién rapado.

Las veteranas, con una mueca de superioridad histórica, procedieron a extender espuma por las cabezas de sus chicas. Las maquinillas gillettes dibujaron simétricas carreteras por entre la película blanca de la espuma y las niñitas quedaron totalmente afeitadas. Suaves y blancas.

Mona no dejó de contemplar en todo momento la rapada múltiple dándose paseítos por todo el salón. Asistiendo impasible al espectáculo. Aquella escena le había excitado sobremanera un año más. Ya faltaba menos para el comienzo de la siguiente temporada.

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Author: mdj

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