La moneda (Franco Battiatto)

Era joven aunque su estilo era claramente el de una señora mayor. Atravesó la puerta del salón de peluquería luciendo un llamativo collar de perlas y un traje de chaqueta de cuadros escoceses excesivamente formal. No obstante, cubría enigmáticamente su rostro detrás de unas grandes gafas oscuras, lo que le aportaba cierto toque enigmático e interesante.

Sin embargo, más allá de su atuendo indumentario destacaba sobremanera su cabello. Traía una melena oxigenada, casi blanca, muy repeinada, con una raya lateral muy marcada y con un exceso de laca en el flequillo que se levantaba sobre la frente más de cinco centímetros. El resto del pelo caía en cascada en exagerados bucles trabajados con rulos gruesos hasta bien entrada la espalda. Una melena, en suma, esculpida y domada a golpe de cepillo. Sin duda era una creación bonita pero anticuada y hasta un punto decadente. Más bien, la misteriosa clienta, se asemejaba a la protagonista de alguna de las series americanas de televisión de los años ‘80, tipo “Dinastía” o “Dallas”. Además, sus cejas negras, aunque convincente, conveniente y milimétricamente depiladas y perfiladas en uve invertida, no le sentaban nada bien. Definitivamente aquello necesitaba un arreglo urgente.

La clienta se movía de un modo parsimonioso, como a cámara lenta. Atravesó el salón y se situó en la zona de espera. Y, en efecto, esperó su turno leyendo una revista de decoración. Estaba como triste y algo en ella denotaba que tenía un problema. Por otro lado era evidente que pertenecía a una clase social alta a tenor de sus modales y la exclusividad del diseño del traje.

Su parco vocabulario se acrecentó cuando, tras ser llamada, conducida al lavadero de cabezas y posteriormente situada en el sillón y frente al espejo donde se efectuaría el corte comunicó a la estilista que desarrollaría tan singular trabajo:

– Mire, joven, me voy a sincerar con usted porque no quiero equívocos de ninguna clase. Si se porta bien obtendrá una muy buena propina. Escúcheme: Estoy deprimidísima. Mi psicoanalista me ha recomendado un cambio de imagen para hacer frente mi problema y ¿sabe?, le voy a hacer caso. ¿Qué sugiere que haga con todo este pelo?

La estilista, veterana ya en el salón, había oído por parte de las clientas toda clase de requerimientos, pero jamás algo tan extraño. No obstante, contestó a aquella extraña mujer:

-Bien. Veo que tiene una muy buena melena pero algo estropeada por el exceso de tinte. Le propongo un buen corte, tipo bob, para sanearla. – Mientras hablaba, la peluquera jugaba una y otra vez con el pelo recogiendo toda la parte trasera para que la mujer descubriera como sería su imagen con el cuello y las orejas descubiertas.

No me parece mala idea. ¿Seguro que me quedará bien?

Por su puesto, señora. Además usted tiene un mentón muy bello y este nuevo estilo le favorecerá. Ya verá.

Pues hágase. Adelante.

Pero la estilista, que sabía que aquella era una clienta de alto stalding, quiso bordar el trabajo y comenzó perfilando aún más sus cejas de manera que las redujo a un mínimo hilillo de pelo muy anguloso ciertamente sensuales y desde luego más acorde con la nueva imagen que se le iba a imponer.

A continuación, venía el cabello. La peluquera retuvo el pelo de la parte superior con pinzas y trabajo la parte del cuello. Mientras el cabello de la parte superior quedaba a salvo de la tijera recogido perfectamente por secciones, el de la parte de la nuca cedía al paso del metal cayendo por la capa en mechones de más de quince centímetros de una forma lineal. El resultado fue una atractiva media melenita cuadrada bastante recortada con flequillo que la peluquera dibujó diligentemente en pico. La nuca fue drásticamente descargada y los laterales quedaron muy rectos. Se trataba de un estilo francés. La dama parecía ahora una musa de pintores recién salida del bohemio barrio de Monmâtre. Destacaba aún en todo caso el rubio chillón del cabello.

¿Qué le parece? ¿Le gusta?
Pues la verdad es que sí.
– Se siente otra ¿verdad?
-… Pues… no mucho.
¿Cómo que “no mucho”?
Pues que aún me siento deprimida. Sigo siendo yo. Ese pelo, ese color…

En vista de que la clienta no estaba del todo satisfecha, la estilista pujó más alto:

– Bien,… le propongo otra cosa.
– Dígame. Soy todo oídos.
-¿Ha llevado alguna vez el pelo a lo chico?
– Por supuesto. Durante mi estancia en el colegio de monjas.
– Bien, ¿Y le gustó aquella época de su vida?
– Pues, sí. Lo cierto es que era muy feliz.
– ¿Y le gustaría repetirla? ¿Volverse a ver así?
-… Pues no me parece mala idea, señorita.
-¿Se atreve pues a que siga trabajando con la tijera?
-… Adelante.
Perfecto. En ese caso le practicaré un buen corte. Un corte plenamente masculino. Sin concesiones. A raya. Va a parecer usted un cadete el mismo día de su graduación. Si eso es lo que quiere… aquí estamos para hacer realidad los caprichos, los deseos y los sueños de nuestras clientas.
Adelante…

Y de ese modo la peluquera tomó nuevamente las tijeras de entresacar y se puso seriamente manos a la obra para deshacer su anterior creación. El trabajo era mucho y la estilista se dispuso a pelar con ahínco y sin miramientos. Cortó y recortó por todos lados el pelo de la dama, si bien por la parte de atrás tampoco quedaba mucho que hacer tal era el semi-rapado del corte anterior. Se aplicó especialmente en los laterales para que aquellas alas quedaran reducidas ahora a una mínima alfombrilla capilar con patillita estilo militar. Igualmente el flequillo en uve fue reducido a una mínima hilera de pelillo cortado al bies y echado como pudo hacia un lado. La parte de arriba lo resolvió rápidamente con un severísimo vaciado a navaja. El resultado, pues, fue un drástico y esmerado corte a lo barbero quizá un poco más apurado de lo anunciado ya que era imposible marcarle una raya.

Bien. Pues ya está, Señora.
¡Pero si parezco un boys scaut!
– ¿No es eso lo que quería? Además, está usted muy guapa. Le resalta sus facciones.

La clienta estaba claramente satisfecha y algo le hizo pensar a la estilista que quería un paso más. Ir más allá de lo alcanzado. Por ello, le hizo una sugerencia muy singular.

¿Se encuentra a gusto con el corte verdad?
Pues sí. Ya me empiezo a encontrar mejor.
Pues bien: le propongo un juego.
¿De qué se trata?
Mire este estilo le sienta de maravilla pero a mi parecer, soportaría aún un recorte. Le propongo que lancemos esta moneda al aire. Si sale cara, tomo la máquina cortapelos y la rebajo hasta el número uno. Si sale cruz, dejamos la cosa como está, usted queda absolutamente liberada y no le cobro el corte. ¿Acepta?

La sorprendida ahora era la clienta. Dudó durante unos instantes y al final respondió convencida.

– Mire joven, no es por dinero, que de eso no me falta. Pero me ha dado usted en mi talón de Aquiles. Me encanta el juego. Juego a todo; al bingo, a la lotería, a las cartas… y ahora voy a jugar con mi cabello. Adelante, lance esa moneda de una maldita vez.

Y la peluquera hizo volar por el aire la moneda mientras la excitación crecía entre las dos mujeres. El metal tardó fracciones de segundo en alcanzar el suelo y dictar sentencia: cara… ¡Habría corte!

Tal y como se había acordado y lejos de parecer molestar a la clienta por tener que ceder aún más cabello del ya cedido y mucho menos a la peluquera que debería trabajar más, ésta última sacó del cajón una pequeña maquinilla eléctrica quitapelos. Al ver la expresión de la dama, la peluquera se justificó:

– Sí, sí. Ya sé que es muy pequeña y que tardaré mucho en la operación pero es que tenemos las otras dos rapadoras más grandes arreglándose y es la única que tenemos útil en estos momentos.

Después de las pertinentes explicaciones enchufó la maquinilla, tomó por el cuello fuertemente a su clienta, la obligó a bajar la cabeza, accionó en botón de “on” y comenzó a trabajar la nuca de forma decidida. El cráneo iba quedando así paulatinamente despoblado y los pelitos amarillos de escasa longitud saltaban en todas las direcciones e iban cubriendo el peinador y el suelo ya de por sí repleto mechones de cabello rubio de diferente longitud.

Cuando hubo acabado la clienta se tocó el pelo y se sorprendió al verse frente al espejo.

¡Pero si pincho!
¿Quiere que lo dejemos ya, verdad? Quizá nos hemos pasado un poco.

Y la clienta volvió a dudar y volvió a responder:

No. Quiero jugar otra vez.
¡¿Otra vez?!
Ya le he dicho que me apasiona el juego. Quiero otra vez. Pero ésta será la última.
De acuerdo, señora. Usted decide. Además, sólo puede ser la última porque sólo queda una posibilidad: El cero.
Me arriesgo.

Resultaba más que curioso ver a esa mujer comportándose de un modo dócil e ingenuo. Dejándose hacer como un muñeco de peluquería o como una modelo pagada a tal efecto para ser despelucada al ras.

La moneda volvió a surcar el aire del salón y esta vez parecieron años el escaso tiempo en que tardó en tocar el suelo. El resultado fue, nuevamente, ¡CARA!. Habría pelada total.

La peluquera comunicó el resultado a la clienta que aceptó de buena gana terminar totalmente con aquella melena de antaño tipo “Falcon Crest”. La estilista volvió entonces a tomar la pequeña rapadora, la liberó de todo peine y terminó el trabajo. Le resultó fascinante ir cortando gradualmente el cabello a aquella señora de la alta sociedad hasta dejarla total e íntegramente rapada. Toda una excitante experiencia profesional.

Por su parte, cuando la dama salió a la calle ya peladita sintió el agudo frescor del aire rebotando tenue y dulcemente en su sien y en el resto de su cráneo ya libre al fin de vello innecesario y depresivo. Se sintió feliz y libre, sin necesidad de psicólogos. Calva y feliz. Feliz y calva. “¡Gracias rapadora!”, pensó. Todo lo demás era el mundo…

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Author: mdj

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