Una pasajera en chanclas (por @markus74)

1.

Aún soñolienta, me desperecé estirando mis pies desnudos en el asiento mientras la voz del Comandante anunciaba por megafonía la llegada a nuestro destino.
A través de la ventanilla del avión divisé el río de carreteras y las casitas blancas de la isla y fue entonces cuando empiezo a sentirme verdaderamente de vacaciones tras los difíciles acontecimientos de los últimos meses.
Después de casi veinte años de casados, mi matrimonio había llegado a su fin de la manera más triste posible. Debido a una conversación de mensajes de móvil no borrados a tiempo, había averiguado que Ricardo me engañaba con otra mujer y cuando le confronté para que me diera una explicación, él se limitó a admitirlo sin ambages. No había querido siquiera dar una segunda oportunidad a nuestra relación, solo quería marcharse y empezar una nueva vida lejos de mí.
Debía haberme dado cuenta antes, tanto viaje de negocios, tantos días llegando a casa de madrugada con la excusa del trabajo, pero supongo que no había querido aceptar aquella realidad y había preferido hacer la vista gorda.
Su amante era una abogada de su despacho, a la que recordaba haber conocido en una cena, rubia, delgadísima, con tipazo de modelo, con la que una servidora no podía competir ni en juventud ni en belleza.
A mis cuarenta y nueve abriles, me conservaba más o menos bien gracias a mis clases de pilates y a que procuraba comer sano. Es cierto que mis pechos habían perdido la firmeza de antaño tras amamantar a mis dos hijas y la odiosa celulitis se acumulaba sin remisión en mis amplias caderas y en los muslos por mucho régimen que una hiciera. Aun así, era consciente de que cuando me arreglaba poniéndome un vestido ceñido que realzase mis curvas junto con unos buenos tacones y con mi larga melena castaña y ondulada balanceándose sobre mis hombros podía percibir las miradas golosas del sexo opuesto sobre mí.
Sin embargo, nada de eso había sido suficiente para retener a mi marido.
Habían sido unos meses muy dolorosos. En un intento de reconciliación incluso me había humillado, hincándome de rodillas en el suelo implorándole a Ricardo que volviéramos juntos, sin que él hiciera caso de mis súplicas. Abrazada a la almohada, llorando como una cría, las noches se habían sucedido sin que mi estado de ánimo remontase. Solo gracias a mis hijas, que habían estado a mi lado en todo momento apoyándome, había logrado remontar mínimamente aunque me quedaba aún un largo camino que recorrer para rehacer mi vida y sobrevivir a mi divorcio.
La ayuda de mi amigo y mi jefe, Mariano Lara, había resultado también vital en mi proceso de recuperación. El lunes pasado habíamos quedado para comer y cuando ya estábamos en los postres, con su habitual tono paternalista me había sugerido que lo que necesitaba era un cambio de aires para poner en claro mis asuntos y decidir cómo quería afrontar mi futuro.
-Mira, Pilar, no puedes seguir así, lamentándote por más tiempo. Debes coger el toro por los cuernos, levantarte y seguir adelante. Dime, ¿dónde está la chica decidida y valiente que se atrevía a cualquier cosa?, ¿dónde fue la muchacha fuerte de sonrisa escandalosa e ideas rocambolescas? Recuerdo perfectamente cuando entraste por primera vez en mi despacho buscando trabajo. Había un desparpajo y unas ganas de vivir en ti que no me hicieron dudar ni por un instante que ibas a ser una profesional excelente. Si aprecias mi consejo, lo que debes hacer es tomarte unas vacaciones y aprovechando que tengo una casa en la playa a la que nunca voy, lo mejor que puedes hacer es marcharte allí unos días, olvidarte de todo y ocuparte solo de ti misma.
-Pero Mariano,- había replicado,- soy la directora financiera, no puedo abandonar y marcharme por las buenas, ¿quién se va a hacer cargo de todo?, Rosa no tiene experiencia y Andrés acaba de incorporarse, además estamos con los cierres de impuestos, no les podemos pedir que se ocupen de mi trabajo.
La discusión con mi jefe había sido inútil, se había empeñado en que me tomara un descanso y fue imposible convencerle de lo contrario.
-No te preocupes ahora por el trabajo,- me había insistido,- ya nos las arreglaremos sin ti. Tú eres más importante y te quiero al cien por cien. Hazme caso, tómate esas vacaciones, de verdad. Mira, puedes marcharte este miércoles y el jueves siguiente estás de vuelta, una semana, lo justo para que vuelvas renovada y en plenitud de facultades.
Los días siguientes los había dedicado a preparar el viaje, hacer algunas compras y dejar todo en orden hasta mi vuelta.
Ahora me encentraba subida en un avión con la esperanza de rehacer mi vida aunque en aquel momento no tenía claro cómo hacerlo.
Perdida en mis ensoñaciones no me había percatado de la azafata que me llamaba la atención.
-Señora,- me dijo en un tono cortés pero firme,- vamos a aterrizar, debe usted abrocharse el cinturón y no puede estar descalza.
-Uy, perdone,- dije a modo de disculpa.- Ahora mismo me calzo.
La azafata esperó mientras tanteaba el suelo con los dedos de los pies en busca de mis chancletas y solo cuando me las puse y me até el cinturón, se marchó satisfecha.
La emoción de la llegada a un nuevo destino empecé a notarla cuando se inició el aterrizaje.

***

Una vez en tierra, noté que el tiempo era diferente en la isla. Por la mañana en Barajas había tenido algo de frío, aunque llevaba unos leggings hasta los tobillos y una rebeca de punto, pero ahora se notaba cómo el clima, sin ser caluroso, resultaba algo más agradable.
Cuando recogí mi equipaje acudí a la oficina de alquiler de coches en busca del volkswagen golf que había reservado. Me atendió un chico joven, muy atento que pasó casi media hora conmigo hasta explicarme el funcionamiento del GPS. Reconozco que soy muy burra para las nuevas tecnologías pero el chico fue más que paciente conmigo, cosa que agradecí.
Ya en ruta, el GPS me llevó por una carretera serpenteante que atravesaba un terreno estrecho y montañoso hasta llegar a un pueblecito costero en el sur de la isla.
El chalet de Mariano estaba algo más alejado que el resto. Desde fuera se veía la fachada pintada de cal y un murete de piedra que lo rodeaba. Cuando pasé dentro, quedé maravillada con el amplio salón desde cuya cristalera se veía una piscina y más a lo lejos el mar.
Salí al jardín, perfectamente cuidado y descubrí un acceso a un camino de tierra que descendía directamente hasta la cala sin tener que bordear la casa para bajar hasta la playa. Subí después al piso de arriba y elegí una de las habitaciones libres, con unas vistas espléndidas Al abrir la puerta de la terraza fue reconfortante recibir la frescura de la suave brisa acariciando mi rostro y jugando con mis cabellos, alborotándolos.
El chalet y la ubicación no podían ser mejores.
De nuevo en el dormitorio, deshice mi equipaje en apenas unos minutos y colgué del armario la poca ropa que había traído, unos shorts, un par de camisetas y blusas, un chándal rosa de felpa, un par de bikinis por si acaso el tiempo acompañaba y como único calzado, las chancletas que llevaba puestas, pues no pensaba hacer otra cosa que holgazanear todos los días.
Decidí ponerme cómoda y me coloqué el chándal rosa de felpa, que prácticamente estaba nuevo. Ricardo, mi ex marido detestaba aquella prenda porque decía que tenía poco estilo y era desaliñada y por eso apenas me la había puesto en el pasado pero ahora que él ya no formaba parte de mi vida, podía vestirme cómoda sin soportar sus críticas. Recogí luego mi abundante melena en una coleta y me colgué el bolso al hombro antes de salir a explorar el pueblo.
No tardé en llegar al centro y aparqué el golf en una calle cercana a la plaza principal. Al no ser temporada alta, el pueblo ofrecía un aspecto de lo más pacífico. La mayoría de residentes era personas mayores, mucho extranjero también, y en muchos locales los carteles aparecían en varios idiomas.
En la plaza encontré una cafetería abierta junto a una arcada de piedra y me senté en la terraza a comer algo. Me atendió una camarera muy mona, con el pelo rubio, vestida con camisa blanca inmaculada, pantalón oscuro y zapatos negros, que me recitó de memoria el menú del día. Elegí una ensalada de primero y merluza rebozada de segundo.
Mientras esperaba la comida saco el móvil y consulto los mensajes. Descubrí uno de Andrea, mi hija mayor, que me llamó la atención. Era uno de esos mensajes de autoayuda que tan poco me gustaban pero que esta vez me hizo pensar. Se veía a un hombre musculoso en bañador tirándose desde lo alto de un precipicio al mar y debajo la leyenda “hazlo, y si tienes miedo hazlo con miedo”.
En cierto modo, aquel mensaje se me aplicaba perfectamente. Justo antes de estas improvisadas vacaciones había acudido a la peluquería para cortarme el pelo. Estaba cansada de mi cabello extra-largo y me apetecía un cambio, una media melena o quizá algo más baja de los hombros. Sin embargo cuando me vi sentada frente al espejo y la peluquera me preguntó que quería hacerme, me había echado para atrás en el último momento y había pedido que me saneara solo las puntas.
Recientemente había leído en una revista de moda que cuando una mujer atraviesa una época difícil en su vida necesita cortarse el pelo para dejar atrás energías negativas. Y aunque yo deseaba también un cambio finalmente no me había atrevido a llevarlo a cabo.
Marqué el número de Andrea.
-Hola, mamá, ¿qué tal el viaje?, ¿has llegado ya?,- preguntó mi hija al descolgar.
-Hola, tesoro. Sí, hace ya un rato.
-¿Hace buen tiempo?
-Bueno, no hace calor pero tampoco frío. Yo ahora mismo estoy en la calle sin abrigo, solo con un chándal y en chancletas y estoy como una reinona.
-Jo, qué envidia me das.
-¿Vosotras qué tal?, ¿habéis comido ya?
-Sí, hace un rato. Carlota se ha ido ya a clase. Ha venido a recogerla Pablo.
-¿Pablo?,’- pregunté sorprendida.- Vaya, parece que va en serio la cosa.
-Ya. Ella no lo reconoce pero está coladita por él y él por ella.
-¡Qué bien!, como me alegro por tu hermana,- dije y cambié de tema.- Por cierto, cariño, tenéis varios tapers en la nevera, uno con huevos rellenos y otro de pasta con salsa boloñesa, pero de todas formas mañana viene Gloria y le he dicho que os haga más comida.
-Mamá, cómo eres. No te preocupes por nosotras, ya somos mayorcitas y no nos vamos a morir de hambre. Tú ocúpate solo de disfrutar. ¿Qué tal estás hoy?
-Mejor. Hoy no he llorado
-Genial. Tienes que descansar todo lo que puedas.
-En eso estoy, sí… Ah, ahora que hablo contigo, me ha encantado mucho el mensaje que me has mandado, me va como anillo al dedo,- admití.
-¿Qué mensaje dices?
-“Hazlo, y si tienes miedo hazlo con miedo”
-Ah, eso…, sí, por eso te lo he enviado.
-¿Crees que tenía que haberme cortado el pelo?
-No sé, mamá, es una decisión personal tuya. Pero entiendo que no lo hicieras. Tienes un pelo muy bonito y es normal que no te lo quieras cortar.
-¿Pero sigues pensando que debía habérmelo cortado?
-Yo no pienso nada. Lo que sí creo es que a veces es bueno salir de nuestra zona de confort y enfrentarnos a aquellas cosas que nos dan miedo. A veces hay que elegir la opción extravagante, sin saber a dónde puede llevarte. Y una vez que des el paso te das cuenta de que no es tan horrible como pensabas y habrás ganado además confianza en ti misma.
-Cariño, ¿estás segura de que haces bien estudiando económicas y no psicología?
Andrea soltó una carcajada al otro lado de la línea.
-Lo mío es psicología barata,- reconoció mi hija.- Pero funciona.
-Lo tengo en cuenta.
-Te dejo ya, mami. Tengo también clase ahora.
-Vale, no te entretengo más. Un besito.
-Hasta luego.
-Chao, cielo.
Tras colgar con Andrea, me trajeron la comida y devoré, con gran apetito, la ensalada y la merluza que estaba exquisita. Saltándome el régimen no pude resistirme a pedir de postre una copa de helado de chocolate que me hizo muy feliz.
Mientras disfrutaba de un café con leche y un cigarrillo, sentí una sensación de paz y sosiego a la que no estaba acostumbrada. Se me hacía extraño estar tan descansada en lugar de sentada frente al ordenador en la oficina, con prisas, atendiendo llamadas urgentes y de reunión en reunión.
Advertí entonces en una esquina de la plaza una peluquería de caballeros en la que no me había fijado hasta entonces y me quedé largo rato contemplándola. Sentí de repente un cosquilleo en el estómago mientras un pensamiento cruzaba mi mente. ¿Y si…? No, no podía hacer eso. Pero, ¿y si lo hacía?
Era tan extraño, el solo hecho de considerar querer hacer algo así. Era una idea tan, tan… ¿impulsiva?, ¿absurda? Desde luego era impropio de mí pensar en hacer algo semejante y me reí yo sola ante aquella idea tan peregrina. Y sin embargo…, nada me impedía lanzarme, dejarme llevar.
-¿Le apetece un chupito?,- la voz de la camarera rubia me sacó de mi ensimismamiento.- Invita la casa.
-Oh, gracias.
La chica depositó sobre la mesa una botella de licor de hierbas y un vaso pequeño. Me serví un vasito de licor de hierbas y lo llevé a los labios. Tuve que llevarme la mano a la boca para reprimir el acceso de tos que me dio.
-Está bueno pero es fuerte,- comenté.
-Sí. Y embriaga fácilmente,- dijo ella con una sonrisa.- Usted no es de por aquí, ¿verdad?
-No. He llegado hoy. Vengo a pasar unos días de vacaciones.
-Es muy buena época. Ahora está todo muy tranquilo, yo lo prefiero,- me confesó. – Luego en verano, se pone hasta arriba.
-A mí también me gusta así. Detesto las aglomeraciones y lo único que busco es descansar. Estoy en un momento de transición, de cambio…, pero no sé dónde me va a llevar.
-Esos momentos son los mejores para decidir lo que uno quiere hacer con su vida.
-Estoy recién divorciada. Ojalá pudiera decir que lo he superado ya pero no es así y encima…- solté una risita.- Perdona, no quiero aburrirte con mis penas.
-No me aburre. Y a estas horas ya ve que no hay mucho trabajo.
-Gracias.
-Romper nunca es fácil. Lo sé por experiencia,- comentó ella.- No estoy casada pero he tenido unos cuantos novios y si es una relación duradera siempre cuesta más. Pero ya verá como lo supera usted.
-Por favor, no me trates de usted, me haces sentir vieja. Me llamo Pilar.
-Ay, disculpe, es la costumbre. Me parece una falta de respeto tutear a los clientes y creo que no me acostumbraré nunca. Yo soy Inés.
-Inés, hija, perdona, te he interrumpido. ¿Qué me decías?
-Oh, nada, que de todo se sale y de las rupturas sentimentales también. Y al final llegará usted a buen puerto.
-Ojalá…- respondí en un suspiro.- Quizá debería pegar un buen cambio y cortarme el pelo.
-¿En serio? Pero si tiene usted un pelo fantástico.
-Sí, ya lo sé,- respondí con una mueca de desaprobación.
-Lo dice usted como si estuviera avergonzada de él.
-Es como tener un bosque en la cabeza. Cualquier día de estos, me asfixiará. Y me recuerda demasiado a mi ex marido.
-Bueno, cortarse el pelo puede suponer que comenzamos una nueva etapa, que estamos dejando cosas atrás y nos renovamos. A veces hay que atreverse con las transformaciones.
-Hablas igual que mi hija.
-Eso es que tiene usted una hija muy lista,- me sonrió.
-Sí, es muy sabia.-reí yo también.- Debe ser más o menos de tu edad. Luego tengo otra más pequeña, de dieciocho, que es más alocada pero tiene muy buen corazón.
-Parece usted muy joven para tener hijas tan mayores.
-Muchas gracias, Inés. Pero soy ya casi una cincuentona.
-No lo diga así. Le queda a usted mucha vida por delante. En cualquier caso, lo mejor para olvidar a un ex amor es precisamente lo que está haciendo usted, cogerse unas buenas vacaciones y distraerse. Y luego sacar de la vida de una todas aquellas cosas que nos recuerdan a esa persona.
-Como mi pelo…
-Si su pelo le recuerda tanto a su ex marido quizá sí deba hacer algo al respecto.
Aparecieron entonces unos clientes y ella tuvo que ir a atenderles.
La peregrina idea que había cruzado mi mente hacía unos minutos cobró más fuerza que antes azuzada por aquella conversación con Inés que había conseguido removerme por dentro.
Mi mirada se dirigió de nuevo a la peluquería de la esquina. Necesitaba ser otra persona. No sabía cómo explicarlo, pero ya no podía ser la Pilar que había sido hasta ahora. Debía empezar de nuevo, olvidarme del dolor que sentía dentro y cortarme el pelo era el primer paso para conseguirlo. Tenía que ser además un cambio radical, algo que me marcase, que supusiera un antes y un después, si no era así estaba segura de que el cambio no me serviría de nada. Debía sacarme de encima una cantidad de peso espiritual realmente importante y ponerme las pilas si quería seguir con mi vida hacia adelante.
En el móvil, volví a leer el mensaje de autoayuda que me había enviado Andrea: “Hazlo, y si tienes miedo hazlo con miedo”
Nerviosa, di un nuevo sorbo para rematar al vaso de licor de hierbas y dejé un billete sobre la mesa para pagar la cuenta. No estaba acostumbrada a beber y cuando me levanté, noté que estaba algo piripi por efecto de la cerveza y los chupitos. Mejor así. De otra forma, no creo que me hubiera atrevido a encaminar mis pasos hacia la peluquería de la plaza.
Una vez allí, me detuve frente a la puerta. Empezaba a atardecer ya, el aire comenzaba a hacerse frío ahora que el sol empezaba a bajar, y sentí un escalofrío en la espalda. A través de la cristalera vi a un hombrecillo repeinado y con bigote recortado, ataviado con una bata corta, que repasaba el corte a un muchacho sentado en un gran sillón rojo. En un asiento, en la zona de espera, había dos hombres mayores, uno con boina y otro con sobrepeso y el pelo cortado casi al rape, leyendo un periódico. ¿Qué harían aquelllos hombres allí? No parecía clientes, sino más bien unos parroquianos sin nada mejor que hacer aquella tarde.
Aquel era el entorno perfecto para hacer lo que quería, pensé. Nadie me conocía y yo no conocía tampoco a nadie.
Tuve entonces la extraña sensación de que mi melena se abrazaba a mi espalda como suplicando piedad para sí misma y para mí. Hacía tantísimo tiempo que no me cortaba el pelo, como no fuera las puntas. A lo largo de mi vida muchas mujeres me habían dicho que tenía el pelo del color perfecto, la caída perfecta; el que ellas querrían tener. Mientras tanto, las había visto a ellas cortarse el pelo de mil maneras, teñírselo de mil y un colores y probar con diferentes estilos. Yo no. Yo me había quedado ahí, con mi aburrida melena castaña sin atreverme a renunciar a ella.
Recordé las palabras de Mariano, mi jefe, ¿dónde estaba la Pilar decidida y valiente que se atrevía a cualquier cosa?. “Hazlo, y si tienes miedo, hazlo con miedo,” me dije nuevamente a mí misma. Con el corazón palpitándome a cien por hora, liberé mi cabello de la coleta con gesto airado y empujé la puerta de la peluquería.
El olor a jabón, champú y desinfectante salieron a mi encuentro lo mismo que las miradas de todos los presentes. Probablemente debía ser yo la primera mujer que entraba en aquel lugar en mucho tiempo. Se hizo un pesado silencio.
-¿Qué desea, señora?,- me espetó el hombrecillo del bigote recortado.
-Buenas tardes,- respondí lo más tranquila que puede.- Quería cortarme el pelo.
-Señora, esto es una peluquería de caballeros.
-Sí, lo sé. ¿Y no podría cortarle el pelo a una mujer?
El peluquero farfulló algo ininteligible y me indicó que me sentara a esperar.
El local era antiguo y austero, con dos sillones de color rojo, algunos muebles antiguos, espejos grandes, y el suelo dibujado con azulejos blancos y negros. En una mesita junto a la ventana se apilaban revistas y periódicos deportivos. Nada que ver con mi peluquería habitual en Madrid, con sus helechos, el diseño futurista, la recepcionista de la entrada y el aspecto lujoso de la decoración al que estaba acostumbrada.
Para distraerme tomé una de las revistas de la mesita que tenía enfrente mientras el peluquero mantenía una conversación de futbol con los parroquianos de la que yo no entendía ni papa.
-Pero Clemente,- decía el de la boina,- si ibais uno cero no te puedes meter atrás y menos jugando contra el Barça.
-En el primer tiempo sí jugamos bien, pero luego cuando nos marcaron ellos, no supimos reaccionar.
Mientras esperaba mi turno, crucé los dedos esperando que no entrara nadie más en la peluquería. Bastante nerviosa estaba ya para tener encima más testigos que presenciaran lo que estaba dispuesto a hacer.
Y justo en ese momento, por haberlo pensado, se abrió la puerta y entró en el local un hombre acompañado de un niño pecoso de aspecto travieso, que no debía tener más de ocho años.
-Hola, Clemente. ¿Tienes hueco?,- preguntó el hombre que acababa de entrar.
-Sí, aquí estoy terminando ya y luego va esa señora,- me dijo señalándome a mí con un gesto indolente de la mano.- Si quieres volver en media hora…
-No, no, esperamos, no te preocupes.
Se sentaron a mi lado y noté que el hombre me dirigía una mirada recelosa como preguntándose qué hacía una mujer en aquel lugar exclusivamente masculino. El niño pecoso se sentó junto a su padre, le pidió el móvil y se puso a jugar concentrado en la pantalla.
¿Por qué tenía que haber pensado en ello? La presencia de los parroquianos y además ahora este nuevo cliente con su hijo pequeño me hizo dudar una y otra vez sobre si estaba haciendo lo correcto. Aun no era tarde para salir corriendo. Tan solo tenía que coger mi bolso, levantarme y abandonar el local sin dar explicación alguna.
-Su turno, señora.
-¿Cómo dice?,- pregunté como si no hubiera escuchado.
-Su turno,- volvió a repetir él, dando una palmada en el respaldo del asiento de cuero.
Levanté la vista y contemplé los ojos azules del barbero que me miraban sin expresión alguna. Estaba tan ensimismada que no me di cuenta que el anterior cliente había terminado ya y abandonaba la peluquería satisfecho con su nuevo corte.
Me levanté entonces notando como las piernas me flaqueaban y caminé hasta asiento de cuero rojo, dejando caer sobre él todo el peso de mis posaderas. El hombrecillo se situó a mi espalda y me anudó una gran capa blanca al cuello poniendo una toalla por encima, y metiendo el borde para adentro. Me erguí, echando la cabeza hacia atrás notando cómo mi pelo me rozaba el rostro. Ya desde ese momento empecé a añorar su contacto cálido y sedoso, su peso sobre la espalda cuando lo llevaba recogido, aquella sensación conocida de que mi melena me arropaba y me hacía sentir más segura.
-¿Qué va a ser?,- preguntó el hombrecillo con un tono irónico que a mí me resultó burlesco.
-Córtemelo todo,- logré decir en un hilo de voz.
-¿Cómo todo?
El peluquero me miró alarmado como si fuera una petición inusual. En ese instante, le odié inmensamente. ¿Acaso no iba la gente a la peluquería a cortarse el pelo?
-Sí, por favor, quíteme la melena.
-Mire, señora, aquí justo a la vuelta de la esquina hay una peluquería de mujeres. ¿Por qué no se lo piensa mejor y se acerca allí a que la atiendan?
-¿Acaso le he pedido su opinión?,- respondí enarcando una ceja.- Le he pedido que me lo corte todo y además pienso pagarle por ello.
El hombre del periódico y el de la boina estiraron sus cuellos para mirarme bien. El otro que había entrado con el niño emitió un sonido parecido a una tos ahogada.
-Pero señora,- se resistió el peluquero.- Esto es una peluquería de caballeros, de las de siempre. Aquí solo se corta y se afeita.
-Ah, perfecto… Pues aféiteme la cabeza,- respondí enojada.
¿De verdad había dicho eso en alto?, ¡Sí, lo había dicho! No había pretendido dejar salir esas palabras, pero sin embargo las había pronunciado. Roja como un tomate me quedé quieta, con todos los músculos del cuerpo en tensión.
El peluquero dirigió una mirada desolada a los parroquianos sentados detrás, como diciendo “he hecho lo que he podido para convencerla de que no se corte el pelo pero ya ven que no ha habido manera”. Acto seguido, el hombrecillo se encogió de hombros y sacó de un cajón de madera una maquinilla eléctrica, negra y tosca, cuya sola visión bastó para intimidarme.
Aún no era tarde para marcharme, ¿por qué no me levantaba y salía corriendo? Pero en su lugar me quedé paralizada, incapaz de levantarme.
En aquel momento cerré los ojos y me dejé llevar. Ya no me interesaba nada. Tan solo quería que cesaran las punzadas que sentía en mi corazón, detener mi dolor, librarme de Ricardo.
Tres o cuatro segundos después escuche un chasquido y un zumbido monótono inundó mis oídos al tiempo que sentía cómo mis pulsaciones se aceleraban. A continuación, el peluquero posó el frío metal de la cuchilla en el comienzo de mi frente y pude sentir la primera pasada de la maquinilla avanzando hasta la coronilla antes de que pudiera darme cuenta. Al notar una nueva pasada, no pude evitar estremecerme y notar que mi piel se ponía como de gallina. Sin piedad, el peluquero fue hundiendo los dientes metálicos entre mis cabellos, despejando todo a su paso.
Con cada mechón caído me iba haciendo una nueva promesa. Me prometí dejar atrás el miedo que me atenazaba y me hacía pensar que las cosas eran mejores antes cuando estaba casada con Ricardo, me prometí olvidar el pasado, me prometí amarme a mí misma… así hasta que perdí la cuenta de mis promesas, de los actos que llevaba a cabo en mi mente al tempo que mis mechones eran entregados a la nada.
Entonces llegó la sensación de pérdida. Mi pelo era parte de mi personalidad, mi orgullo, lo que me diferenciaba de las otras mujeres. Una melena increíble, color café brillante, sedosa y ligeramente ondulada. Recordé a mis hijas cuando eran pequeñas jugando con mi pelo largo, peinándome, haciéndome trenzas con sus manitas. Pensé en Ricardo, enredando sus dedos entre mis revueltos cabellos. Vinieron igualmente a mi mente, las palabras de mi propia madre, “La mujer nunca se corta el pelo porque en sus largos mechones está su feminidad”. Mi cabello, mi precioso cabello…
A pesar de mis esfuerzos por no llorar, una lágrima traicionera resbaló silenciosa por mi pálida mejilla. Bajo la capa apreté los puños con fuerza sobre mi regazo mientras la maquinilla atacaba ahora en largas pasadas mis sienes, descendiendo después hacia la nuca, lentamente pero sin pausa.
Todavía seguía con los ojos cerrados, sin atreverme a abrirlos, sintiendo cómo los mechones de cabello caían sobre la capa y se deslizaban luego suavemente hasta el suelo. Esquilada como una oveja indefensa.
-Mira, papá, mira esa señora,- escuché de fondo la voz del niño pecoso.
-Sssh, calla, que te va oír,- le recriminó su padre.
-Yo no quiero que me corten el pelo así.
-No digas bobadas, anda.
Sonreí para mis adentros ante aquella curiosidad del niño y la conversación con su padre. Me dieron ganas de levantarme y tranquilizarle, decirle que era a mí a la única a la que le iban a afeitar la cabeza allí, que él conservaría sus bonitos cabellos rubiáceos.
Cuando el peluquero apagó la maquinilla, se hizo un silencio repentino, comunal que nadie se atrevía a quebrar. Habían cesado las conversaciones sobre fútbol y podía percibir todas las miradas centradas en mi persona. Ninguno de aquellos hombres que había acudido aquella tarde a la peluquería de Clemente sospechaba que se les iba a ofrecer un espectáculo cómo el que estaban ahora contemplando.
Yo mantenía los ojos cerrados, expectante, y me estremecí cuando noté las manos del hombrecillo extender una capa de espuma sobre mi cabeza, cubriéndola por completo. Cuchilla en mano, el peluquero la deslizó por mi cráneo en suaves y largos movimientos, comenzando por la frente hacia atrás y luego a contrapelo.
A cada pasada la piel de mi cabeza se resentía pero supuse que era algo normal. Mi cuero cabelludo no estaba acostumbrado a tanto castigo. El hombrecillo Insistió, una y otra vez, en las zonas ya afeitadas repasando con los dedos, asegurándose que la zona quedaba suave. La zona superior fue más sencilla de afeitar, y tardó mucho menos tiempo.
El ambiente en la peluquería resultaba sofocante pero alrededor de mi cabeza el aire se había tornado fresco y agradable. Puede que no fuera tan terrible, después de todo, pasar al estado de buda feliz y por un momento me vi sonreír. Al menos, ese verano no iba a pasar calor.
Cuando parecía que ya todo había terminado, el hombrecillo volvió a esparcir una nueva capa de espuma y repitió el afeitado, repasando algunos puntos aún rasposos. Extendía la película cremosa, masajeaba con los dedos y afeitaba a contrapelo mientras una servidora aguantaba como una jabata. Así hasta que toda la superficie de mi cabeza quedó totalmente suave como el culete de un recién nacido.
Por último, el hombrecillo me aplicó un espray con un fuerte olor a perfume masculino y fue dando ligeros toquecitos con una toalla por toda la zona hasta quedar satisfecho de su obra.
-Está usted servida, señora,- dijo el peluquero con retintín.
Abrí los ojos de golpe y me encontré de bruces con una desconocida. Mis ojos se veían rasgados hasta la exageración, los pómulos muy acentuados y mis orejas de soplillo que toda mi vida me había esforzado por esconder resaltaban ahora como las asas de una tetera. Aún así no me vi fea, esperaba un trauma aún mayor.
Lo primero que pensé es que de repente parecía más mayor y mis patas de gallo y las pequeñas arrugas en las comisuras de los labios se veían más marcadas que antes. Mi segundo pensamiento fue que si algún conocido, incluidas mis propias hijas, se cruzaran conmigo con la calle difícilmente me reconocerían.
Situado detrás de mí, el hombrecillo sostenía un espejo para que pudiera verme bien desde todos los ángulos. Me contemplé sin compasión alguna. Mi cabeza parecía un muñón al descubierto que emergía de los hombros, como si en un afán de desnudez quisiera mostrar al mundo mi yo más íntimo y tuve la sensación de que ya no tenía más mi máscara y ahora todos podían leer mis sentimientos.
Despacio, me levanté del asiento. Había sudado tanto que tenía las manos frías y los pies me resbalaban dentro de las chancletas cuando me puse a andar.
-¿Cuánto le debo?- pregunté con una voz ronca y apenas audible. Sin mi pelo hasta mi propia voz me resultaba extraña.
-Son diez euros,- me dijo el hombrecillo, sin mirarme directamente a la cara.
Comparado con lo que estaba acostumbrada a pagar por una sesión de peluquería en Madrid aquella cantidad me resultó irrisoria.
-Tome, quédese con el cambio, por favor, – respondí tendiendo un billete de veinte sobre su mano. Por primera vez, una sonrisa se dibujó en el rostro enjuto del peluquero.
-El pelo crece más rápido de lo que parece,- añadió el hombrecillo con un gesto comprensivo.
-Oh, por mí no se preocupe…,- respondí apartando de mí cualquier debilidad que me hiciera desmoronarme y romper a llorar.- ¡Así estoy la mar de cómoda y fresquita!
Dirigí una última mirada a mi cabello esparcido sobre el suelo níveo, como un líquido marrón arrojado con violencia. Ya no lo necesitaba. Aquellos mechones esparcidos no eran solo pelo, eran también sentimientos, ilusiones, era Ricardo, mi ex marido y todo el daño que me había hecho, un pasado que quedaba atrás.
Me encaminé a la salida andando despacio. Los parroquianos seguían con sus ojos puestos en mí, incrédulos aún. Estuve tentada de dedicarles un guiño a modo de despedida, pero me contuve. En su lugar, sacudí exageradamente mi cabeza hacia atrás como agitando una gran melena inexistente y abandoné la peluquería con paso decidido.
Una vez en la calle el aire frío se acopló como un casco sobre mi cráneo recién pelado. Rápidamente acomodé la capucha del chándal sobre la cabeza. Me daba vergüenza que alguien me viera sin pelo.
Eran ya tarde y comenzaba a anochecer. Fui hasta donde había dejado el coche aparcado emprendiendo el camino de vuelta al chalet de Mariano, haciendo una parada previa en la gasolinera, donde compré una inmensa tarrina de helado de chocolate con trocitos y un par de fruslerías más.
Como no tenía intención de salir más, me puse el pijama y me senté frente al televisor entregada al maravilloso mundo del zapping mientras devoraba a cucharadas la tarrina de helado. Me había servido además un batido con galletas de acompañamiento. Estaba claro que aquella noche me iría a la cama con unos kilitos de más pero necesitaba una buena dosis de azúcar para sobreponerme a los acontecimientos del día.
Poco a poco empecé a tener sueño y subí al dormitorio a acostarme. Al sentir el contacto blando y fresco de la almohada contra mi cabeza afeitada sentí una mezcla de repelús y excitación extraña. No dejaban de sorprenderme las sensaciones que mi recién estrenada calvicie me proporcionaba.
No sabía qué me depararía el destino caprichoso pero no podía seguir viviendo de lo que pudo haber sido. Era una mujer madura pero con ilusiones, con sueños, con ganas de hacer cosas pero quería vivir mi vida en un mundo más amplio de miras que aquel en que había pasado los últimos años a la sombra de un hombre que no me amaba.
Mecida por el arrullo de las olas que llegaba a través de la ventana abierta, me quedé plácidamente dormida

2.

A la mañana siguiente, me desperté temprano. Lo primero que hice fue mirar alrededor sin encontrar mis cabellos esparcidos por la almohada. Lentamente llevé mi mano a la cabeza y en lugar del tacto sedoso al que estaba acostumbrada mis dedos acariciaron la piel de mi cráneo desnudo.
Rauda y veloz, me dirigí al cuarto de baño y vi mi nueva imagen reflejada en el espejo. Sentí entonces un ataque de pánico asfixiante. ¿Por qué había hecho eso?, ¿por qué había tenido que cortar todo mi cabello? Se suponía que debía hacerme un corte de pelo alegre y juvenil, una media melena graciosa y coqueta, no afeitarme la cabeza como un hare krishna. ¿Cómo había podido cometer semejante locura?, ¿qué dirán mis hijas al verme?
Me puse a llorar, de puros nervios. Fui hasta mi bolso y rebusqué hasta encontrar un lexatín que me tomé sin agua, como había hecho tantas otras veces. Sabía que eso me calmará y me ayudaría a pensar con sosiego.
A los pocos minutos, mi corazón empezó a latir más lentamente. Conseguí así mirar la situación desde un lado más positivo.
Volví entonces junto al espejo. De alguna manera, había una sinceridad inexplicable en mi rostro desnudo de adornos. Además de la vulnerabilidad innegable, mi cráneo afeitado desprendía una fuerza inusitada que a mí misma me sorprendía, como si exteriorizara toda la energía que como mujer llevaba dentro. Era absurdo ligar la idea de feminidad con una larga cabellera. ¿Acaso no había hombres que se dejaban el cabello largo y no por eso eran menos hombres?, ¿por qué no podíamos nosotras las mujeres ir a la inversa, desprendernos de nuestras melenas y seguir siendo hermosas?
Me hizo gracia pensar que yo, que había sido siempre una ardua defensora del cabello largo, y que siempre había criticado y me había burlado incluso de aquellas mujeres que al llegar a la edad madura se deshacían de sus melenas, entraba ahora a formar parte de aquel selecto club y lo hacía además por la puerta grande.
Comprendí que yo no era mi pelo, ni mi mirada, ni mi cara, ni mis caderas anchas, ni mis pies grandes… que era mucho, muchísimo más que eso. Era como una flor que había perdió sus pétalos y ahora podía observar mi alma verdadera y radiante. Sabía de sobra que haberme afeitado la cabeza no era la solución a mis problemas pero quizá sí era el escopetazo de salida que necesitaba para empezar a recuperar mi vida, y sentirme completamente renovada y libre.
Acto seguido, me quité pijama y me metí en la bañera dejando que infinidad de gotas de agua caliente tamborilearan directamente sobre mi cabeza, relajándome y sintiendo como mi cuerpo agradecía aquella nueva sensación.
Me percaté entonces de mi vello púbico y sonreí al pensar que el pelo de mi pubis requería ahora más cuidados que el de mi cabeza. Quizá a mi vuelta a Madrid pusiera remedio a aquello y acudiera a algún centro de estética a depilarme entera. Hasta ahora una vagina sin pelo se me había antojado algo sumamente indecente y yo siempre había sido una mujer muy convencional y conservadora. Sin embargo, mi nuevo corte de pelo, si podía llamarse así, era cualquier cosa menos convencional.
Al salir de la ducha, fue totalmente liberador no tener aplicarse mascarilla, acondicionador, suavizante, serum y todos los demás potingues que usaba para mantener mi pelo bonito y cuidado.
Miré por la ventana y descubrí que las nubes del día anterior habían desparecido y hacía un día soleado pero fresco, perfecto para pasear. Decidí arriesgarme y vestirme más ligera.
Elegí unos pantalones cortos de algodón de color azul clarito y un top blanco de tirantes de tejido fino en el que se podía leer en letras grandes “Embrace your inner bitch”. Andrea me había regalado aquella camiseta por mi último cumpleaños y nunca antes me había atrevido a ponérmela pero ahora era el momento adecuado. La traducción era algo complicada pero era un término prácticamente usado para etiquetar a mujeres fuertes capaces de enfrentarse al mundo sin miedo a expresar su opinión y que confían en sí mismas. La palabra “bitch” o “perra” no era un insulto en este contexto sino que venía a decir que tú eres la jefa de tu propia vida. Así que aquel top con el lema “Abraza a tu perra interior” me venía totalmente al pelo. Deslicé después mis pies en las chancletas de goma, me colgué el bolso de lona al hombro y me dirigí hacia la puerta, dispuesta a hacer mi presentación en sociedad como mujer calva.
Decidí no coger el coche e ir caminando los escasos dos kilómetros que separaban el chalet del pueblo. Hacía más fresco de lo que esperaba pero lo agradecí. Necesitaba sentir el frío, la humedad del aire contra mi rostro. No tenía un plan definido de a dónde ir, caminaba sin rumbo fijo, acompañada del rítmico chancleteo de mis pasos en la acera.
A lo lejos divisé el primer grupo de gente. Pasé junto a ellos y algunos me miraron con curiosidad, otros con lástima, imaginando quizá que estaba enferma. Una chica de cabello dorado, rizado y largo que iba de la mano de su novio me dedicó una amplia sonrisa que traté de corresponder.
En una de las calles adyacentes descubrí un mercadillo hippie y me mezclé entre la gente, deteniéndome en éste o aquel puesto, donde vendían empanadas, pan de miga madre, cachivaches, abalorios… En uno de los puestos de bisutería, encontré unos pendientes que recreaban formas de dulces, que me parecieron ideales para Carlota y Andrea.
-Buenos días, ¿qué precio tienen?,- pregunté.
-Esos son a cinco euros,- me respondió la chica del puesto, que era muy joven, con una figura proporcionada, y un bonito pelo negro azabache bien largo.
-Son una monada. Creo que me voy a llevar estos dos para mis hijas,- comenté eligiendo uno en forma de bombón y otro de tarta de fresa.
Iba a pagar cuando descubrí entonces unos aretes enormes, muy vistosos, que me llamaron la atención. No eran para nada mi estilo pero por algún motivo me atrajeron.
-¿Quiere probárselos?,- me preguntó la tendera.
-Uy, no sé. Son muy monos pero con estos orejones que tengo y esos aretes colgando de ellas me las va a hacer más grandes aún.
-Si le gustan, no pierde usted nada por probárselos.
Me quedé unos segundos pensativa y acabé aceptando. La chica me ayudó a ponerme los pendientes y me entregó un espejito para vérmelos puestos.
Me resultaron preciosos aunque eran excesivamente largos y me colgaban hasta los hombros.
-Le quedan a usted divinamente,- me dijo la chica.
-Ay no sé, casi podrían usarse como columpios,- dije.
La chica sonrió.
-Yo la veo bien. Si me permite que se lo diga tiene usted una cabeza muy bonita y con esos pendientes ya ni le cuento.
Ahora fui yo la que se sonrió.
-Es el primer cumplido que recibo desde que me afeité la cabeza. Muchas gracias.
-¿Es algo reciente?
-Ayer mismo. Un momento de locura,-respondí con aire despreocupado.
-Pues le favorece mucho. Y con unos buenos pendientes el efecto es aún mejor.
-Creo que me has convencido. Me los voy a llevar puestos.
Abandoné el puesto satisfecha con mi compra. La chica del puesto me había tratado con total normalidad. No había tanta diferencia a como cuando poseía mi larga melena.
Mis pasos me llevaron hacia la plaza del pueblo y a la cafetería donde había comido el día anterior. Me senté en una de las mesas libres y al poco llegó Inés, la camarera. Cuando me reconoció se quedó boquiabierta pero reaccionó bien y recuperó rápido su compostura.
-Hola, ¿alguna novedad?,’ me preguntó con fina ironía.
-Oh, ninguna.., bueno casi. Mi pelo se ha marchado de vacaciones,- respondí sonriendo, pasándome la mano por la cabeza.
-Ya veo, ¡menudo cambio!
-Lo necesitaba. Habrá mucha gente que me vea y piense, vaya una loca, pero qué fea se ha puesto. ¿Y sabes qué?, que no me importa, que piensen lo que quieran.
-¡Genial! ¡Esa es la actitud!
-¿Y tú qué opinas? ¿Te parece que estoy loca?
-No, no me lo parece. Bueno, en realidad no lo sé…, tal vez un poco, jaja.
Me eché a reír yo también contagiada por su sonrisa.
-Por cierto, me encanta su camiseta,-me dijo Inés.- “Embrace your inner bitch”, ¿qué significa?
-La traducción literal sería “abraza a tu perra interior”. Es algo así como “sé tú misma” y que no te importe lo que los demás digan de ti… No sé, la verdad es que soy ya un poco mayor para llevar este tipo de camisetas.
-Para nada. Y más con su corte de pelo actual, es perfecta para usted.
-Sí, eso sí,- concedí con una sonrisa.
Pedí una barrita con tomate y un café con leche para desayunar, esperando que me trajeran una barrita pequeña como las que sirven en Madrid pero lo que me llegó fue casi media barra de pan de leña caliente y crujiente y un tomate que resultó ser salmorejo. Desde luego, no le hice ascos, pues estaba hambrienta.
Mientras desayunaba vi llegar a dos mujeres, una rubia que debía ser de mi quinta y la otra morena algo más joven, muy elegantes que se sentaron en una mesa cercana. Probablemente trabajaban en la sucursal de Banco que había en la plaza y estaban haciendo un descanso en su jornada laboral. Me quedé mirándolas un rato y pensé que parecían dos pavos reales a mi lado, con sus frondosas melenas cayéndoles por la espalda y vestidas ambas con traje de chaqueta y sus increíbles tacones de vértigo.
Cuando descubrieron mi presencia, observé que cuchicheaban y se reían entre ellas, haciéndome sentir insegura y pensando que se burlaban de mí. Por un instante deseé coger a aquellas dos “peludas” y raparlas al cero ahí mismo a ver si se reían luego, pero en lugar de eso, bajé la mirada, colorada como un tomate.
No sé, tal vez fueran cosas mías así que decidí no hacerles caso y concentrarme en aquella mañana de primavera, soleada y alegre. La brisa soplaba entre los árboles y por la plaza peregrinaban algunos ancianos, adolescentes de la mano y turistas como una servidora que se sentaban a una mesa de la cafetería para tomar un café con leche o una cerveza.
Al rato, las dos mujeres elegantes se levantaron y volvieron a la sucursal del banco, sin volverse a mirarme. Me quedé contemplándolas un rato con cierta envidia. Tenían un pelazo que pa qué y aquello me hizo echar de menos mi melena de antaño. ¿Me encontraría algún hombre atractiva ahora que no tenía pelo? ¿Podría una mujer pelona competir en belleza con unas “peludas” como aquellas? Suspiré y tomé mi taza de café caliente entre las manos dando un buen sorbo.
Mi móvil sobre la mesa dio un pitido. Tenía un wassap de Andrea.
“Q tal?,” leí en la pantalla.
“Hola, amor. Bien. Desayunando. Tú?”
“En casa estudiando. Examen mañana”
“¿Y Carlota?”
“En clase”
“Os he comprado unos pendientes muy cucos, con formas de dulces”
Saqué los pendientes de su envoltorio y tomé una foto. Luego le di al botón de enviar.
“Q monos!!!!, me encantan. Gracias. Q vas a hacer hoy?”
“Leer, comer, hacer turismo…” Estuve a punto de enviar el mensaje cuando me detuve y añadí algo más. “Me he cortado el pelo”
Al cabo de unos instantes recibí la respuesta.
“Bien!!!!! X fin te has decidido. Stás contenta con el corte?”
“Es diferente xo sí”
‘Q ganas d verte con tu media melenita’
“Lo tengo algo más corto que eso”
“En serio???? Bueno, eres soltera así q puedes hacer lo q quieras con tu pelo’
“Gracias por recordarme mi soltería,” escribí con sarcasmo.
“Mamá, no lo decía en plan mal”
“Lo sé, tesoro,” y añadí un emoticono feliz.
“Envía foto”
“Foto?”
“D tu corte de pelo. Quiero verte con tu media melenita recién estrenada”
“No tengo media melena. Ya te lo he dicho”
“Pero sigues llevando el pelo por debajo de los hombros, no?”
Me puse nerviosa y di un nuevo sorbo a mi café con leche. Mis hijas son lo mejor que me ha pasado en mi vida y especialmente con Andrea, que es la mayor, tenía una relación muy especial. Ella era también mi mejor amiga y muchas veces había sido mi consejera. Esto nos encantaba a las dos, y la comunicación con ella era siempre abierta y divertida. Podía afirmar sin temor a equivocarme que la mejor parte de mi vida empezó a partir del nacimiento de mis hijas. Tenía la bendición de tenerlas, y si pudiera regresar en el tiempo para cambiar mi historia, no lo haría por nada del mundo, Por eso, aunque no me importaba la opinión de la gente, lo que pudieran pensar Andrea y Carlota sí me preocupaba.
“La foto!!!!,” volvió a insistir ella.
“Prefiero esperar a volver a Madrid xa q me veas”
‘Noooo. Quiero verte ahora!!!!”
“Mejor a la vuelta”
“Anda, mamá, no seas sosa, envía foto’
Resignada por su insistencia, tomé el móvil de nuevo y posé con las mejor de mis sonrisas haciéndome un selfie. Contemplé durante unos segundos la foto. Mi primera foto calva.
Dudé entonces con el dedo pulgar sobre el botón de envío y finalmente le di a la flechita de enviar.
¿Qué diría Andrea al ver aquella foto de su madre sin cabello? Estaba deseando conocer su opinión y al mismo tiempo, aterrorizada por su reacción. Si me decía algo desagradable no iba a poder soportarlo y me iba a echar a llorar.
Sonó el móvil. La cara de Andrea apareció en la pantalla y me di cuenta de que mi hija me llamaba por facetime. Dispuesta a dar una buena imagen, me acomodé un mechón de cabello que ya no tenía sobre la frente y pensé en lo absurdo que quedaba ese gesto en mí ahora. Pulsé “aceptar la llamada” dejando que mi rostro sin artificios, luminoso y natural se mostrase en todo su esplendor en la pantalla.
-Mamá, ¡¡¡estás calva!!!,- exclamo Andrea con una inmensa cara de sorpresa.
-Si,… lo siento,- dije disculpándome sin motivo.
-Wow, entre la camiseta que llevas y la cabeza afeitada pareces una malota de primera.
-¿Una malota?, ¿y eso es algo bueno?
-¡Estás super sexy!
-¿De verdad?
-Mamá, es lo mejor que podías haber hecho con tu pelo. Quitártelo por completo. ¡Estás guapa, guapa!
-Ay, cielo, no sabes cómo necesitaba oírte decir eso.
-Pues te lo repito. ¡Guapa!
-Vas a conseguir que me ponga colorada, jajaja,- respondí cuando noté que el calor aumenta en mis mejillas
-Jo, ¿Y cuándo lo has hecho?
-Ayer por la tarde. No dejaba de pensar en el mensaje que me enviaste: “hazlo y si tienes miedo hazlo con miedo”. Necesitaba tomar de nuevo las riendas de mi vida y qué mejor manera de comenzar que con un buen corte de pelo.
-¿Fuiste a una pelu?
-Sí, bueno, a una peluquería de caballeros. Yo era la única mujer. El peluquero no quería al principio, tuve que convencerle para que lo hiciera.
-No me extraña ¿Y qué se siente al no tener nada de pelo?,- me preguntó ella intrigada.
-Uff, no sé qué decirte. Por un lado, es como si me faltara algo, me siento muy desnuda… Aunque luego por otro lado, nunca me he sentido tan fuerte y poderosa, jajaja… También me veo mucho más mayor ahora, parezco casi una cincuentona.
-Mamá, eres una cincuentona.
-Me queda aún un mes para mi cumpleaños,- protesté,- pero sí, supongo que tienes razón, tengo que ir aceptando que lo soy.
-Para mí eres una jovenzuela de cincuenta años.
-Gracias, tesoro… Ah, y lo que tampoco me gusta mucho es que mis orejas de soplillo ahora se me ven muchísimo.
-Jajaja,-se rió Andrea.- Ya, es cierto, pero te dan mucha personalidad.
-Pues preferiría tener un poquito menos de personalidad.
-Bah, no es para tanto. Y además esos aretes que te has puesto te van fenomenal con tus orejas grandes y con la cabeza afeitada
-¿Te gustan?, me los he comprado hoy cuando os he comprado los vuestros.
-Oye, mamá, vas a ahorrar un montón de dinero en champú y suavizante a partir de ahora.
-Pues sí, y también en peluquería. Se acabó para mí el problema de las puntas abiertas,-dije sonriendo débilmente.
-¡Sí!,- exclamó ella devolviéndome la sonrisa.- Y estoy pensando, ¿por qué no te lo dejas así un tiempo?
-¿Quieres que mantenga la cabeza afeitada?,- pregunté sorprendida.
-Sí, bueno, si tú quieres, claro.
-No sé si en la oficina van a permitir tener a una directora financiera sin cabello.
-¿Por qué no? Seguro que a Mariano, tu jefe, no le importa. Y para estar delante de un ordenador todo el día, cómo tú estás, no necesitas pelo.
-También voy a muchas reuniones.
-Lo mismo te digo. ¿O acaso en tus reuniones de trabajo os ponéis a hablar de tu pelo?
Sonreí pensativa ante las palabras de Andrea.
-Pues tienes razón… ¿Qué hago entonces? ¿Lo mantengo así una temporada?
-Sí, anda, estás tan guapa…
-Venga, vale, me has convencido. Luego me acerco a un supermercado y me compro unas cuantas cuchillas y espuma de afeitar. Solo espero que cuando vayamos juntas por la calle no te avergüences de ir al lado de tu madre calva.
-Eso jamás, mamá.
Las dos nos miramos un rato en silencio a través de la pantalla del móvil
-Yo nunca podría hacer algo así con mi pelo,- me confesó Andrea.- Para mí eres toda una valiente.
-Más tarada que valiente, diría yo,- respondí echándome a reír.
-Jo, mamá, cuando te vea Carlota va a flipar. ¿Me dejas que se lo cuente yo?, porfi,- me pidió mi hija entusiasmada.
-Sí, claro, cariño, cuéntaselo si quieres.
-Mamá, es que te veo y no me lo acabo de creer. Eres calva… ¡pero calva, calva!
-Sí, soy muy consciente de ello,- respondí risueña.
-Qué ganas de verte en persona y tocarte la cabeza.
-El jueves vuelvo y me puedes tocar la cabeza todo lo que quieras,- contesté con una amplia sonrisa.
-No dudes que lo haré,- dijo ella sonriendo también.- Bueno, te voy a dejar ya. Tengo que estudiar.
-Vale, cariño, cuídate, chao. Un besito muy fuerte, amor.
-Chao, mamá,- se despidió Andrea.
Al colgar el alivio que sentí fue inmenso. Teniendo la plena aprobación de mi hija todo lo demás me resultaba superfluo.
Inés, la camarera, se acercó a mí de nuevo.
-¿Todo bien?,- me preguntó solícita.
-Perfectamente. Acabo de hablar con mi hija por facetime y me ha dicho que estoy guapísima y que me deje la cabeza así afeitada.
-¿En serio?, qué bien, cómo me alegro.
-Oye, dime qué te debo del desayuno.
-Dos cincuenta.
Saqué varias monedas de euro del monedero para pagar la cuenta.
-Dime, Inés, ¿queda muy lejos la playa de aquí?
-No mucho. Mire, si baja usted esa calle a la derecha son unos cinco minutos andando. No tiene pérdida.
-Creo que me voy a quitar las chancletas. Me apetece andar descalza por la calle,- dije mientras me desprendía de ellas y las guardaba en el bolso.
-Se va a poner usted los pies negros,-se rió ella.
-Ay, hija, ya lo sé pero me apetece ser libre, reírme de mi misma, gritar que estoy loca…. ¡¡Me declaro loca perdida y sin retorno!!,- dije en voz muy alta adoptando una divertida postura de bailaora de flamenco con las manos en alto.
-Cállese, que me va a espantar usted a los clientes.
-Perdona, hija, es que soy tan feliz…
-Ande, váyase ya, pelona más que pelona,- me dijo ella entre risas.
Tras despedirme de Inés comencé a andar por las céntricas calles del pueblo sintiendo nuevamente las miradas de los que se cruzaban conmigo. Miraban mi cabeza afeitada. Me miraban a mí. Era gracioso pensar que tras años de pasar desapercibida, ahora me daba por llamar la atención. Sin embargo me sentía la mujer más feliz del mundo. Estaba encantada con mi cabeza afeitada, pero más encantada con la Pilar que se había atrevido a vencer sus miedos y pelarse de aquella manera.
Seguí caminando descalza, a riesgo de cortarme con un vidrio, torcerme un tobillo, o ser mordida en el dedo gordo del pie por un borracho inglés que dormía la mona en el suelo junto a una lata de Heineken de medio litro… Pero llegué enterita hasta la playa.
Mis pies desnudos agradecieron el cambio del duro asfalto por la suave arena, cuyos granos se colaron entre mis deditos provocándome unas agradables cosquillas. Me acerqué al mar, respirando profundamente para inundarme del olor a salitre y me senté junto a la orilla observando relajada la silueta de un velero que se dibujaba en el horizonte.
Poco a poco, empezaba a ver mi vida de una manera más positiva. Lo había dado todo por Ricardo, mi ex marido, pero era hora de pasar página. Sabía que aún era demasiado pronto para decir que le había olvidado, que ya solo formaba parte de mi pasado, y no de mi presente ni de mi futuro, sobre todo teniendo unas hijas en común. Cuando pensaba en él, las lágrimas afloraban aún en mis ojos en el momento más inesperado pero tenía la esperanza de con el tiempo conseguiría superarlo del todo. Por el momento, mi pelo, que Ricardo tanto amaba y gustaba acariciar, ya no estaba, no existía. La última huella de una relación rota.
Lo esencial era darme tiempo pero estaba en el buen camino. Ahí estaba yo, una mujer de cincuenta años, divorciada y completamente calva, ilusionada con sueños de emancipación y aventura. Tenía el secreto para recobrar la sonrisa y la locura. Ya nadie iba a borrarme la sonrisa de la cara. Porque si el mundo no me aceptaba yo no iba a cambiar por él.
¿Qué sería lo próximo? ¿Hacerme un tatuaje? Podía quizá hacerme un tatuaje en la parte trasera de mi cabeza que dijera “hazlo y si tienes miedo hazlo con miedo” como un recordatorio constante de cuál debía ser mi meta en la vida. O quizá algo más divertido aún, “no estoy loca, sólo soy calva”. Me reí solo de pensarlo.
En ese momento, sonó mi teléfono de nuevo.
Era Carlota, por facetime. Mi hija pequeña quería comprobar con sus propios ojos si era verdad lo que su hermana le había contado. Presentía que iba ser una tarde larga llena de mensajes de wassap y llamadas, a medida que se conociera la noticia.
Sonreí y descolgué enfocando mi rostro luminoso en la pantalla.
-Hola, cielo,- dije en un suspiro.
-Mamá, ¡¡¡¡estás calva!!!

mdj
Author: mdj

1 comentario

Deja una respuesta

Leave the field below empty!

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.