Tan sólo un poco (Barbero Sevilla)

El viento golpeaba el rostro de los pocos que se atrevían a salir de casa aquella tarde. El sol caía a plomo sobre la ciudad, inmisericorde, mordía la piel, el ánimo, acababa con todo lo que se podía esperar de la vida. Mientras los coches pasan, las pisadas anónimas llenaban las aceras en un ir y venir que sólo a unos pocos importaba. Aquel era el precio de vivir allí, de trabajar allí, de sentir la soledad precisamente allí, pero nadie se lo había advertido. Unos meses antes no habría pensado cómo de pequeña se sentiría cada vez que entrara o saliera de aquella oficina donde ordenaba folletos, requerimientos y fichas entre café y cafés. Tan sólo dos, al llegar y a la mitad de la jornada, y ante la indiferencia de sus compañeros, que en el tiempo que llevaba a su lado jamás le habían ni siquiera invitado a tomar una caña a la salida. Mientras bajaba los doce pisos en el ascensor el silencio se hacía muy pesado, le ahogaba aquel señor a punto de jubilarse que siempre la miraba con unos ojillos de rata encerrados en unos cristales de gafas ahumada mientras le sonreía como una hiena. Tenía los dedos largos como salchichas, las uñas amarillas y largas, y el cuello de la camisa le quedaba grande y colgón. Esos 30 segundos no le daban para más afortunadamente y al salir del cubículo bajaba la cabeza para apretar el paso y escapar. Pero no sabía hacia dónde, porque el tedio la acompañaba allí donde iba como una espesa armadura de la que no podía zafarse jamás.

Aquella tarde, mientras compartía el sopor con el resto de peatones, notaba aún más cómo le ahogaba la camisa que le hacían llevar en la oficina, con la pequeña corbata granate que se agarraba a su cuello como una metáfora de la vida que había elegido. En su sencillez, siempre esperaba a llegar a casa para quitársela y poder respirar. Sin embargo, a los pocos metros de la entrada del metro se topó con una de las pocas alegrías con las que contaba en aquellos días. Siempre que pasaba por allí se fijaba en una pequeña barbería de barrio donde trabajaba un chico de mediana edad que con el paso de los meses y por coincidir cuando él abría el negocio acabó por saludarla primero con una sonrisa y luego con un “hasta luego”. Sin más, en cuanto bajaba las escaleras del subterráneo se olvidaba de su rostro. En esta ocasión lo pudo observar un poco más mientras se acercaba. Reparó en su altura, en los músculos de sus brazos que caían al lado de las dos columnas que tenía por piernas. Su vida cronometrada no le había permitido más que los tres segundos del saludo matutino, pero aquello era diferente. Se le veía relajado, sonriente, con una alegría en el rostro especial. Mientras pensaba en esa visión diferente del barbero, entre los dos se interpuso la figura de Cristina, su vecina, que salía de la barbería. Ella era de las pocas personas con las que tenía confianza  en el barrio y desde que llegó le había proporcionado algo de comprensión y apoyo. Casi entrada en los cincuenta, mantenía una atractivo especial que le llamó desde el principio la atención. Alta, delgada, su cuerpo atlético poco tenía que ver con las redondeces suyas. Le pareció independiente, segura, casi como Silvia siempre había querido ser. Desde el principio le llamó la atención su pelo, cortado en una melena recta sobre los hombros, castaño, que llevaba siempre a la perfección, podríamos decir que casi afilado semanalmente. En esta ocasión, nada de eso quedaba, pues su cabeza mostraba un cortísimo peinado, casi masculino, que le dejaba la nuca al aire libre. Muy corta, mostrando un cuello esbelto y unas orejas pequeñas de las que pendían unos aretes dorados. El estómago se le encogió de la sorpresa, pues nunca pensó que una mujer como ella se sometiera a un corte de esas características.

-¡Silvia!, ¿qué tal?, le espetó Cristina al llegar a su altura.

-Disculpa, no te había reconocido.

-Estaba deseando cortármelo, ¿qué te parece?

Silvia no alcanzó a decir una palabra mientras observaba el rostro de su amiga lleno de felicidad. Era la misma de siempre, pero con una expresión distinta, como si hubiera renacido.

-Todo gracias a José.

-José, te presento a Silvia. Es una amiga que lleva unos meses en la ciudad.

-Nos conocemos de vista, cada mañana nos saludamos, comentó con seguridad.

En silencio escuchaba la voz de aquel chico, decía más que las dos palabras de cada día a la mañana y se atrevió a mirar hacia el interior del establecimiento. En el suelo, estaba el pelo de su vecina sin barrer y un pellizco le volvió a retorcer el estómago.

-Así que os conocéis y yo aquí haciendo el tonto, dijo Cristina bromeando, pues tiene que venir un día a cortarte el pelo porque es maravilloso.

-Pues la verdad es que no me vendría mal.

-Me tienes a tu disposición, cuando quieras aquí me tienes.

Después de varios meses, Silvia volvió a mojarse mientras pensaba en un hombre aquella noche. No sabía explicar qué le sucedía, pero fue incapaz de quitarse de la cabeza la escena de la barbería. Se excitaba cómo nunca pensando que aquellas manos pudieran poseerla en algún momento. Jamás le había cortado el pelo un hombre y un soberbio respeto le infundía el salón de caballeros al que acudía con su padre cuando era pequeña. Donde veía caer el pelo en verano de su padre y sus hermanos, pelados como becerros por los barberos del pueblo. Silvia cerró los ojos, apretó las piernas y tuvo un intenso orgasmo.

A la mañana siguiente el despertador sonó como siempre y el mundo comenzó a girar como siempre, al compás de la misma rutina. Al bajar las escaleras se topó con Cristina, que salía rápida de su casa.

-¡Ya te he cogido cita con José. Te espera a las siete y media, te deja para la última. No falles.

-¿Qué?

-Que no faltes.

Silvia trató de olvidar todo aquello durante su jornada laboral. Se dijo varias veces que no tenía sentido, que Cristina estaba loca y que un gusano le mordía las entrañas desde ayer por la tarde. Subió las escaleras del metro y una bofetada de calor le rozó el rostro. A unos treinta metros la barbería esperaba con sus luces a medio gas y su ambiente íntimo. Luchaba contra sí misma, pero como si tuviera un imán en su cuerpo se dirigía hacia allí casi como un autómata. Tembló al empujar la pesada puerta hacia afuera. Un fuerte olor a colonia masculina la devolvió a su ser al observar el espacio. Un gran espejo a su izquierda frente al que estaban colocados dos sillones de barbería clásicos de cuero inglés verde con remates en acero, que contrastaba con el oscuro mueble de caoba donde reposaba todo el instrumental necesario para la higiene masculina: varias tijeras y peines, tres navajas de afeitar, distintas brochas, un par de maquinillas manuales y colgadas de un cáncamo dos eléctricas. Delante de cada sillón, un lavabo de loza blanca. José se encontraba atendiendo a un cliente en la otra esquina. Se trataba de un hombre de mediana edad que atendía serio a las maquinaciones del barbero. Al cuello, una capa de color celeste, ajustada con una cinta blanca, que contrastaba con el castaño de los mechones que unos instantes había sido cortados y que caían a cada lado del sillón profusamente.

-Siéntate por favor, Cristina me dijo que vendrías. Ahora estoy contigo.

Silvia tomó asiento sin decir una palabra. Sus ojos no podían dejar de mirar como José repasaba la nuca de su cliente. Definiendo el contorno lentamente con una navaja. Estaba como hipnotizada por la fragancia del ambiente, por la atmósfera del lugar, que quedaba en silencio. Tan sólo roto por el sonido de las suelas de los zapatos de José. Así permaneció hasta que el barbero pasó por su lado para coger un bote de colonia. Ella lo siguió con la mirada viendo cómo le bajaba la cabeza al señor para pasar a rociar el cuello con la fragancia.

-Listo don Julio, ya nos vemos en septiembre.

-Muchas gracias, dijo mientras se bajaba del sillón con un saltito. Hasta luego, le comentó sonriente a Silvia. Eran de las pocas palabras afectivas que escuchaba en mucho tiempo.

-Pasa por favor…

Aquellos dos metros se le hicieron eternos. Sobre todo, porque sin saber por qué, en esos breves minutos se había mojado como pocas veces. Se moría de vergüenza por si se daba cuenta, quería huir, pero casi al llegar al sillón notó una mano en el hombro.

-Vamos, que eres mi última clienta. He cerrado para que nadie entre, así estamos más tranquilos. Eres muy amiga de Cristina, ¿no?

Por primera vez en su vida Silvia estaba sentada en un sillón de barbería, delante de un espejo, su manos notaban en cuero del sillón, le sudaban y el corazón le latía a mil. ¿Cuánto tiempo hacía que no te sentías como un ser humano? ¿Qué era aquello que le sucedía? Nunca había reparado en aquella barbería que veía abrir cada mañana y en la que ahora navegaba como un barco perdido en el mar, a la deriva. Contrariada, sin querer entenderlo, pero entregada. Mientras José barría el suelo, lo observaba, y ya no era la misma persona que le daban los buenos días. Ahora sus dedos, delgados, con las uñas perfectamente cortadas se movían en unas manos finas y elegantes hacia su cuello. Sin preguntar, le rozaron el lóbulo de las orejas a la vez, le desajustaron la corbata, le abrieron el botón de la camisa. Junto con su cuello, ahora libre, su alma se sintió liberada. Una cinta blanca le fue ajustada bajo la barbilla y la capa azul que hasta hace unos minutos estaba colocada sobre Julio ahora cubría sus hombros. Aquella colonia de hombres la estremeció. José ajustó la capa y con dos golpes de pedal subió su el sillón. Frente al espejo, solo su cara destacaba entre el celeste y el castaño oscuro de su pelo, algo ondulado y abundante que José ya peinaba.

-Te vamos a dejar bien fresquita.

De manera instintiva ella asintió mientras José comenzaba a descargar su melena con la tijera lentamente. El ruido de las hojas se hizo constante a medida que el peine pasaba de abajo arriba. Jamás le había cortado el pelo así, jamás había estado tan excitada al tiempo que su melena caía mechón a mechón sobre su regazo. El barbero se afanaba por descargar de manera automática, en silencio. Tictictictictic…, tictictitictic. Al llegar a la zona de la nuca Silvia dio un breve respingo al notar la punta fría de la tijera. Lo suficiente para que sus ojos se encontraran frente al espejo.

-Veo que tienes la nuca sensible.

-Mucho, es mi punto débil… 

Aquello le sirvió para soltarse, sabía que ya no podía ir marcha atrás. Mojadísima, los pezones le atravesaban la camisa y se agarraba a los brazos del sillón. Nunca se había planteado llevar el pelo tan corto, en su fuero interno se resistía, pero a la vez una fuerza más profunda se oponía a sus deseos.

José sonrió y siguió su trabajo de desmoche hasta la zona de la sien. El pelo, corto aún, le tapaba aún las orejas, lejos del corte de Cristina. Sus facciones redondas pero atractivas se formaron por primera vez ante ella mientras delicadamente le perfilaba el contorno del flequillo creando una cortina leve de pelitos en su frente.

-Ya tienes otra cara, antes estabas como asustada.

-Es la primera vez que me corto tanto.

-Espero que no sea la última, tienes unas facciones muy bonitas.

-Gracias.

-Te gustará, te lo aseguro, afirmó José mientras le peinaba el pelo hacia abajo lentamente. Jamás Silvia había notado cómo los dientes del peine recorrían su cabeza. Lo hacían como un ciempiés placentero desde la coronilla hasta la siente. En una sola dirección, una vez y otra, sin que nada quedase a su paso. Para entonces, la gravedad había hecho su trabajo y su largos mechones ahora residían en el suelo de la barbería, formado por un damero negro y blanco. José se acercó hasta el mueble de caoba y depositó las tijeras. Un gesto que la alivió en cierta medida, para luego tomar una maquinilla eléctrica sobre la que colocó una guía. El sonido del motor, como un zumbido sordo, lejos de asustarla la estremeció. Le hizo recordar aquellas visitas al salón de caballeros donde sus hermanos salían rapados como quintos después de bajar la cabeza sumisamente ante el viejo barbero. De la misma manera que ella lo iba a hacer ahora mismo. 

Las suelas de los zapatos sonaron dos veces. El dedo índice de José se colocó en su barbilla, lo levantó lo suficiente para que Silvia bajase de manera instintiva el mentón, ayudada por la mano izquierda del barbero, que con la derecha introducía en su nuca los primeros dientes de la máquina. Las cuchillas vibraban entrando voraces en el cogote, que en una, dos, tres pasadas, quedaba despejado a medida que el barbero lo limpiaba con el peine. Una pasada, otra, Silvia se mordía el labio mientras se sexo vibraba excitado bajo su rostro rojo, que ya no podía ocultar nada y su piel de gallina delataba el orgasmo.

-Además de sensible, tienes una nuca preciosa, dijo mientras proseguía pasando la maquillas por los lados. Sutilmente doblaba sus orejitas para perfilar unas patillas finitas y en punta. No era la primera vez que José veía a una mujer excitarse así y decidió ayudar un poco a Silvia, que callaba.

-Conmigo no tienes que fingir, se ve que disfrutas.

-Sí, asintió Silvia bajando sumisamente la cabeza de nuevo.

José metió la maquinilla por la frente hasta la coronilla provocando un gemido incontrolado en Silvia, que temblaba de gusto. Al dar la última pasada, su cabeza relucía como el terciopelo. No se reconocía pero ella era más Silvia que nunca sentada en aquel sillón de barbería de una ciudad cualquiera mientras José le perfilaba el cuello como un rato antes a Julio. Al quitarle la capa, hizo ademán de bajarse pero el sillón delataba cómo había disfrutado del corte.

-¿Dónde vas? Aún no hemos acabado.

-Pensé qué…

De vuelta al sillón, la tumbó para lavarle la cabeza en aquel inmenso lavabo blanco de loza. El agua tibia solo acrecentó su placer en aquella posición mientras sus manos recorrieron su cabeza. Nunca sintió nada igual y el barbero disfrutaba mientras el pelo corto se cruzaba por las yemas.

-Quiero que disfrutes…

-Sí…, mientras apretaba su pene con la mano…

Desde entonces, regularmente Silvia asistió a su íntimo ritual con el barbero y la ciudad, su existencia y ella misma encontraron una nueva razón para ser felices.

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Author: mdj

1 comentario

    Muchas gracias por compartirla. Está muy bien!

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