La liturgia se repetÃa invariablemente cada vez que comenzaba una temporada de trabajo en el salón.
Mona, la ofÃciala jefa de una de las peluquerÃas más grandes y exclusivas de la ciudad (tenÃa más de 20 chicas trabajando en ella), reunÃa a las aprendices en la sala contigua a la cabina de rayos UVA y las alineaba como si se tratase de un grupito de jóvenes reclutas. Paseaba lenta y parsimoniosamente una escrutadora mirada de abajo arriba por cada una de las chiquillas para acabar concentrándose en el pelo de cada una de ellas.
Cada año llegaban a la peluquerÃa un grupito de siete chiquillas de entre 18 y 20 años, recién salidas de la academia de peluquerÃa. VenÃan con una sonrisa en la boca, con ganas de aprender. No en vano habÃan sido elegidas para hacer prácticas en uno de los salones más ‘cool’ y modernos de la capital. Mona, que lucÃa una larga y vaporosa melena negra en bucles como un auténtico triunfo, las recebÃa en un ritual que en que se mezclaba la sonrisa de bienvenida y su gesto duro de jefa insobornable e inflexible.
Las niñas solÃan venir vestidas muy llamativamente, como si fueran de fiesta para causar mayor impacto. TraÃan cortes de pelo exagerados, abultados, escandalosos. Los ejercicios de fin de curso de la academia eran francamente irreverentes. Las chicas lucÃan cortes futuristas de colores extravagantes y peinados aún más imposibles. Eso habÃa que arreglarlo de raÃz. No se podÃa consentir bajo ningún concepto que esa pequeña turba de chiquitas mal peinadas atendiese a las clientas con ese aspecto de ‘groupies’ de discoteca.
Mona las alineaba. Las auscultaba con su incisiva mirada. Se fijaba en las más guapas. Y veÃa las posibilidades de corte de cabello de cada una de ellas. Las adolescentes aceptaban de buen grado el cambio de imagen que se les obligaba a realizar nada más ingresar. No tenÃan otra alternativa. O aceptaban, o se quedaban sin las prácticas. Era un pequeño sacrificio que no tenÃan más remedio que afrontar. Alguna de ellas ya traÃa el cabello excesivamente recortado de la Academia y respiraba de alivio. ‘No sé que me pueden cortar ya, si se me ve todo el cráneo’, parecÃa pensar más de una de las niñas. Otras, en cambio, que en los experimentos de la escuela de peluquerÃa habÃan logrado conservar algunos centÃmetros de pelo e incluso alguna de ellas a la que se le respetó una pequeña cola de caballo, se iban haciendo a la idea de que en breve desaparecerÃa de su cabeza. HabÃa que hacerse a la idea.
En el salón de Mona era tradición y todas las clientas lo sabÃan y aceptaban que las peluqueras nuevas eran rasuradas al cero para identificarlas como novatas. Luego, cada temporada que seguÃan en la peluquerÃa les era permitido dejarse crecer un poco el cabello, entre un centÃmetro y tres, dependiendo de su pericia en el trabajo. Las buenas, eran premiadas con la largura, las malas, eran rapadas nuevamente, incluso otra vez al cero, como castigo.
Mona, imbuida en su trascendental rito iniciativo, las arengaba nada más entrar. Las hacÃa entender que habÃan ingresado en un salón exigente y en el que las normas se cumplirÃan férreamente. A continuación, les espetaba con fortaleza y decisión:
¡Bien, chicas, iros desnudando! No os sintáis avergonzadas. Una de las normas es la que impone que aquÃ, en el salón, hacemos todo juntas. Funcionamos como un equipo, como una auténtica familia. Somos hermanas. Y todas nos respetamos. A continuación, se os dará a cada una vuestra bata que a partir de ahora será como un uniforme para vosotras.
Las chicas, algo asustadas, siguieron al pie de la letra las instrucciones de Mona que esgrimÃa una y otra vez su gran melena azabache. Su esponjosa cascada de rizos perfectamente perfilados desde la raya en medio donde nacÃan como dulces espirales brillantes. Acomplejadas y avergonzadas, las chiquillas, se fueron despojando de sus prendas para posteriormente cubrirse con una escueta batita de manga corta y generoso escote que dejaba al aire casi todas las piernas de las niñas. La bata tenÃa por único cierre un par de botones en la zona delantera.
Mientras las chicas procedÃan a su desnudo, Mona iba tocando la cabellera de las chicas una a una. Si habÃa alguna que llevaba el pelo recogido en una coleta o con algún tipo de prendedor u horquilla, se lo soltaba con fuerza.
– No quiero gomas, ni recogidos. Quiero el pelo suelto para que os sea lavado con libertad y precisión. Tampoco me gustan las gominas. A partir de ahora sabréis lo que significa ser naturales, niñas.
Cuando las chicas terminaron de vestirse con las batitas fueron obligadas a pasar a los lava cabezas. Allà les esperaban las compañeras veteranas de la pelu. A cada veterana le habÃa sido asignada una novata. SerÃa a partir de ahora y durante toda la temporada como una preceptora y la encargada en vigilar que el cabello de la novata no creciera más de un centÃmetro. Cada semana debÃa someter a un rasurado integral a la novata. Asà eran las normas. Asà lo querÃa Mona y asà lo querÃan las clientas.
Una vez lavadas las pasaron a los modernos tocadores de metacrilato. Las siete adolescentes fueron sentadas en otros siete tocadores. Todas fueron cubiertas alrededor de su cuello por unas llamativas capas de colores estridentes: fucsias, azules galácticos… en las que se desvanecerÃan dentro de muy poco sus mechones.
Cada una de las veteranas dedicó a cepillar el pelo de su novata durante un tiempo largo. Mona era una obsesionada de la suavidad en el cabello aunque este fuese a ser sacrificado en breve por la incisiva y eficaz rapadora.
Mona dio una nueva orden voz en grito como guiada por una mórbida mecánica:
Que las niñas con el cabello más o menos largo les sea recortado hasta que se pueda rasurar con máquina.
Y asà procedieron las veteranas. Recortaron decididas con sus tijeras brillantes de acero los cabellos más largos de sus neófitas. El cortado fue caótico, casi rapado al ras. No tenÃa ningún sentido buscar forma o peinado alguno a un cabello que iba a ser en breve despreciado, rapado al cero.
Una vez terminada esta operación Mona prendió una enorme rasuradora de color rojo. Lentamente fue pasado por cada una de las sillas. A cada niña le practicaba una sola pasada de rasuración. Generalmente desde la frente hacia la nuca. Pero con alguna invirtió la dirección y la realizó de la nuca a la coronilla. En poco tiempo todas habÃan quedado marcadas por el cortapelo. Después dio la señal a las veteranas. Ellas terminarÃan el delicioso trabajo que ella tenÃa el exclusivo placer de iniciar año tras año.
En un instante mágico, un rugido múltiple de máquinas sonaron al unÃsono en una sinfonÃa de cuchillas rasurando pelo, como una jaurÃa rapadora y ávida de cabello joven. Las crenchas capilares de todos los colores y texturas descendÃan torpemente en grumos por las capas de las adolescentes. A medida que iban siendo despojadas desde la frente a la nuca en sucesivas pasadas de las rasuradoras, iban apareciendo cráneos nuevos y blancos. Nuevas niñas.
En breves minutos, las novicias eran calvas. Una pequeña legión de niñitas con la cabeza libre de cualquier vestigio de pelo y con una expresión entre sorprendida y temerosa. Algunas de ellas, gratamente complacidas.
El suelo del salón estaba para entonces prácticamente cubierto de una suave alfombra de pelo adolescente recién rapado.
Las veteranas, con una mueca de superioridad histórica, procedieron a extender espuma por las cabezas de sus chicas. Las maquinillas gillettes dibujaron simétricas carreteras por entre la pelÃcula blanca de la espuma y las niñitas quedaron totalmente afeitadas. Suaves y blancas.
Mona no dejó de contemplar en todo momento la rapada múltiple dándose paseÃtos por todo el salón. Asistiendo impasible al espectáculo. Aquella escena le habÃa excitado sobremanera un año más. Ya faltaba menos para el comienzo de la siguiente temporada.