La madre (Franco Battiatto)

Cada mes de Junio, indefectiblemente siempre se repetía la misma escena familiar. Desde hace 10 años, nada más llegar a nuestro lugar de veraneo, mi madre daba sin falta la siguiente orden:

Cristina, llévate los niños pelar . Y dile a Loli que les apure bien apurado…. Y a ti que te arregle también que tienes unos pelos que pareces un bruja.- Lo de “apure bien apurado” lo recalcaba de un modo intenso, como si se tratara de una dura sentencia de un férreo tribunal.

Mis hermanos aceptaban a regañadientes el mandato pero sabían que la palabra de mi madre era ley y que la tradición no se contesta jamás si no quieres ser castigado. Por ello nunca protestaron. Se tomaban aquello como un sacrificio de verano. Yo, entonces, les cogía de la mano y les bajaba calle abajo hasta llegar al portal de Loli donde los tres seríamos pelados.

Todavía recuerdo el día en que mi madre nos levó a allí por vez primera. Yo era muy pequeña y mis hermanos más aún. Mi madre, mujer recia, ahorradora y rural, había oído que en la localidad donde veraneábamos una vecina cortaba el pelo por muy poco dinero en su propia casa. Tardó poco en enterarse de la dirección y llevarnos a ella.

Al llegar, a aquella casa, más bien oscura y antigua, mi madre le dejó bien claro para que no hubiera confusión ninguna lo que quería a aquella señora que ya blandía sus tijeras en la mano como deseando comenzar la sesión:

-Quiero que les dure todo el verano. Estaremos aquí hasta septiembre así que apúreles bien apurado.

Fue así como delante de nosotros se selló el pacto entre mi madre y Loli. Un pacto inquebrantable que se cumplía invariablemente año tras año y que suponía el regular descenso de nuestro cabello hasta el suelo. Y fue así como aquella radical pelada estival se convirtió en algo cotidiano en nuestra casa. Nosotros lo sobrellevábamos con resignación, pero a mi padre no parecían gustarle aquellos exagerados cortes a lo militar y un día oímos como le increpaba casi gritando a mi madre en la cocina con un grave tono de disgusto:

-Oye Andrea, basta ya, no peles tanto a los niños que parecen reclutas, joder. Y la niña parece un chicazo, con el pelo tan bonito que tiene cuando se lo dejas llevar largo.

Pero mi madre, mujer de carácter fuerte y convicciones rocosas, no cedió ante las palabras recriminatorias de su esposo:

Es para que estén más fresquitos. Es que en este pueblo hace mucho calor.

Mi padre no volvió a hablar sobre ese tema. Había comprendido que la longitud de nuestro cabello sería desde ese momento en adelante y para siempre asunto de su mujer.

Mi madre estaba absolutamente obsesionada con nuestro pelo. Ella no iba jamás a la peluquería, se lo arreglaba sola. Alguna vez experimentó conmigo y se excedió sobremanera. Al no dominar la técnica de la tijera me dejo pelona, el cabello muy muy muy cortito y con trasquilones al azar. Yo lloré mucho pero era muy pequeña y me prometió que ya no volvería a hacerlo. Me tiré todo el verano sin salir de casa. Me daba vergüenza, de tan despelucada que estaba.

En otra ocasión, en los primeros años, cuando nos envió a casa de Loli, ésta debió despistarse o apiadarse de nosotros ya que nos dejó el pelo al tres. Cuando llegamos a casa mi madre se enfadó muchísimo, dijo que eso no servía para nada que nos crecería enseguida y nos hizo volver para que Loli apurase más. La peluquera amateur no tuvo más remedio que recortar mucho más y terminar el trabajo aplicando la máquina al uno. Excepto a mí que, por ser chica, me pude zafar de nuevo de la rapadora. Y es que no era normal que mis cortes fueran tan contundentes y definitivos como los de mis hermanos.

De esta singular manera se cumplía año tras año, verano tras verano, el ritual de la pelada de junio.

Loli era un mujer de mediana edad y bastante pesada. Una solterona aburrida que arreglaba el pelo a todo el pueblo para entretenerse. Igual a hombres que a mujeres. Aunque su especialidad eran los niños con los que se aplicaba con notable esmero. Pero sus conocimientos de peluquería eran más bien escasos con lo que los habitantes del pueblo no lucían precisamente cortes vanguardistas, estilosos o complicados. Y desde luego, nunca largos. Ella misma lucía el pelo decididamente a lo chico, con patillas. También se decía de ella entre la vecindad que era un poco marimacho.

Cada vez que llamábamos a su puerta para cortarnos el pelo Loli abría rápidamente con una indisimulada sonrisa dibujada en la boca.

Ah, pero si ya estáis aquí.- Decía con satisfacción y nos hacía pasar mientras no dejaba de tocar el pelo a mis hermanos. Conmigo nunca se atrevió.

– Pero que larguito me traéis el pelo esta vez.- Nos decía. Pero lo cierto es que el pelo de mis hermanos nunca estaba demasiado largo. Ni en invierno ni en verano. Yo creo que hacía ese estudiado comentario para irles preparando psicológicamente.

El proceso de rapado con mis hermanos era más bien rápido. Nos llevaba a los tres al comedor antiguo de madera. Y allí ya tenía dispuesta una silla en el centro y una mesita con una vieja toalla con un estampado horroroso de flores y algunos últiles de peluquería entre los que destacaba sobremanera una antiquísima máquina corta pelo manual.

Siempre empezaba con Dani, el más pequeño. Le sentaba en la silla, le daba un par de besitos en la mejilla, le colocaba la toalla en torno al cuello y acto seguido, sin peinarle ni humedecerle el pelo, le hacía inclinar la cabeza bruscamente hacía abajo y comenzaba un rapado integral al uno desde la base de la nuca hasta la misma coronilla sin duda ni remisión.

Mientras barría todo el pelo de la cabeza de mis hermanos no paraba de hablar y apuraba muy mucho el cabello. Se propasaba. Sospecho que hablaba tanto para entretenernos y poder apurar más el corte y que no protestáramos. Ella era consciente de su exceso pero le gustaba y además mi madre le daba la razón.

Con mi hermano Jorge a veces tenía problemas. Él tenía el pelo enredado y en ocasiones la máquina de puro viejo se encasquillaba pero ella tomaba con fuerza el cráneo de mi hermano e insistía dando fuertes batidas con la máquina peladora ante el disgusto del crío. Como si la culpa no fuese de la aquella quincalla cortapelo sino de mi pobre hermano que iba cediendo su pelo golpe a golpe lo que le provocó en más de una ocasión rozaduras y heridas en el cuero cabelludo de aquella siniestra máquina comepelo.

Pero ninguna incidencia restaba intensidad al corte. Loli, en su enloquecida ansia de esquilmar cabello, no cedía ante nada y en apenas quince minutos ambos dos quedaban despachados y vacíos de pelo. Rapados integralmente. Nada de tijeras. Todo a máquina. En el suelo yacían ya grandes cantidades de pelo, mechones y guedejas desparramados y dispersos por la intensa acción de Loli que nunca barría el pelo hasta que había concluido con los tres.

Era entonces cuando me dedicaba la más lujuriosa de sus miradas y me lanzaba sus cuatro malditas palabras:

– Es tu turno, bonita.

En efecto, era mi turno. A mi me despachaba con más tranquilidad. Como disfrutando más del proceso. También es verdad que yo tenía mucha más cantidad de pelo y que mi corte era un poco más complicado.

Antes de comenzar y mientras depositaba mi larga melena sobre la toalla después de peinarla parsimoniosamente, se acerba al lóbulo de mi oreja y siempre me hacía una pregunta en un tono meloso y conquistador:

– ¿Te gusta como lo llevo yo?… Ya lo he hablado con tu madre y me ha dado su consentimiento. A ti te quedaría bien y estarías muy fresquita.

Cada vez que mi madre o Loli empleaban la palabra ‘fresquita’ refiriéndose a nosotros y nuestra cabellera se me venían a la cabeza cuchillas, máquinas quitapelos y tijeras y veía descender en mi mente montañas de pelo sobre nuestros hombros. Algo que no distaba mucho de lo que sucedía en aquel viejo comedor. De hecho, como sólo utilizaba una única toalla y yo llevaba una simple camiseta de verano ya me picaban por todo el cuello y espalda los pelos de mis hermanos que se habían quedado en ella y se me habían pegado con el sudor. Era una sensación incómoda entre otros motivos porque me anunciaba que mi cabello tenía los minutos contados.

Cuando ella me proponía su varonil corte yo me negaba en rotundo y le solicitaba la máxima largura con la que mi obsesionada madre me dejaría entra en casa: una media melena por debajo de los hombros. Es decir, rebajar mi melena más de la mitad, cuestión que para mí ya era todo un desafío.

Sin embargo, a pesar de mis peticiones, ella repetía año tras año invariablemente y yo creo que con un toque no exento de crueldad el mismo corte haciendo caso omiso a mis rogatorias a veces desesperadas:

Ya veras que mona vas a quedar este año- Decía mientras me despojaba con un certero corte de tijera de mi cabellera que ahora había recogido en una larga cola de caballo.

Es que así lo corto todo de una vez y tardo menos. –Se explicaba.

Luego me despejaba la nuca con tijera y a lo barbero hasta dejarla casi al uno hasta la mitad del cráneo. Sin concesiones ni dudas. Sentía el peine y el frío metal de la tijera recorriendo en sucesivas oleadas la parte de atrás de mi cabeza lo que me daba una idea de lo cerca que estaba ya de ser visto por todos mi cuero cabelludo. Abajo y arriba, abajo y arriba, la tijera no paraba y devoraba pelo. Mucho pelo que saltaba el aire hacia todas las direcciones en un auténtico festival capilar.

– Siento tenerte que recortar tanto por detrás pero es que tienes el pelo muy fosco y hay que sanearlo, además tienes un cuello muy bonito y eso hay que lucirlo, nena.- Hablaba como una necia estilista de pacotilla, además, era mentira. Ella no sentía nada. Al contrario, gozaba con el despeluque. Y yo jamás he tenido el pelo fosco ni la melena rebelde, falaz excusa con la que trataba de argumentar aquel pelado.

Mi deseada media melena se había quedado de ese modo minimizado a un extremo corte a lo paje. Mi flequillo también sufría las consecuencias de su tijera y siempre resultaba reducido a una geométrica línea a tres dedos por encima de las cejas. Excesivamente breve y lejano, muy lejano de mis ojos.

Cuando había terminado de pelarme, de cortar y recortar, de perfilar y pulir, ya que nunca le era suficiente, me pasaba con el cepillo por la nuca y el cuello, me despojaba de la toallita que era un mar de pelo caído y con un rictus de satisfacción me decía:

Lista. Muy fresquita. Si señor.

Otra vez ese corte. Otra vez ese mínimo flequillo. La nuca rasurada. Los laterales no más allá de las orejas. No me quedaba más remedio que esperar y esperar. Esperar al otoñó, al invierno, a la primavera para poder recuperar mi melena. Me encantaba la idea de volver a tener mi pelo largo y poderlo adornar con horquillas o peinarlo de mil maneras. Para mí era todo un sueño que se desvanecía sin remisión al llegar el maldito mes de junio.

Cuando acababa nuestra sesión de rapado los tres hermanos recorríamos serios, sin decirnos palabra alguna, tristes y repelados el camino que nos llevaba a casa de mi madre. Y cuando llamábamos a la puerta ella también nos recibía con satisfacción. Como si hubiera ganado una batalla. La verdad es que nos sentíamos muñecos manejados por el ávido impulso rapador de mi madre y Loli. Y yo ya estaba harta.

– Así me gusta. Fresquitos para todo el verano- Nos decía mientras acariciaba la cocorota al ras a mis hermanos y a mí mi muy despoblada nuquita.

Los años pasaron y el ritual se sucedió invariablemente. Pero aquel año fue distinto. Yo esperé con ilusión la llegada del 14 de Abril. Mi cumpleaños. Ya tenía 18 y por fin era mayor de edad y por tanto, libre. Pergeñé entonces el modo de dar un escarmiento a las veleidades capilares de mi madre y su amiga. Me resultaba humillante tener que llevar a mis hermanos a pelarse de ese modo tan drástico y arbitrario como si fueran niños. Y lo cierto es que ya no éramos críos. Especialmente doloroso me resultaba que obligara a raparse a mi hermano Jorge que ya tenía 15 años. Todos los chicos de su pandilla llevaban el pelo más o menos largo y el tenía que sufrir el martirio de ser rapado. Así que decidí dar una buena lección a mi madre y a aquella solterona rapadora. Si querían corte, tendrían corte.

Aquel año exigí sentarme yo la primera en la silla ante el asombro de Loli. Pero su inicial e ingenua sorpresa no fue nada comparado con su gesto cuando le propuse el nuevo peinado que quería lucir esa temporada y que ella tenía que ejecutar en ese preciso momento:

– Házmelo todo.

– ¡¡¡¡¿Qué?!!!! – Mis hermanos y la peluquera no daban crédito a mi petición.

– No te gusta rapar, pues rápame al cero. ¡Vamos! ¿No te atreves, vieja?. Rápame de una vez.

-¿Tu madre ha dado el consentimiento? – Contraatacó Loli más bien dudando. Pero mi decisión era poderosa y no conocía el camino de regreso.

Mi madre no tiene por que dar el consentimiento de nada. Yo tengo 18 años, ya soy mayor de edad y puedo decidir por mí. Rápame de una vez. Ya verás que fresquita voy a estar….

Mi última e irónica frase fue sucedida por unos segundos de duda y silencio que concluyeron con el inicio de la sesión.

Esta vez Loli no me peinó el cabello ni me hizo cola. No hacía falta. Tomó mechón a mechón y con sus desvencijadas pero afiladísimas tijeras fue pelando guedeja a guedeja diferentes áreas de la cabeza. Como no teníamos espejo mi sensación no fue diferente a la de otros años hasta llegar al flequillo. Fue en ese momento cuando entendí que mi apuesta iba en serio. ¿Me quedaría bien o realmente me había vuelto loca?, penasba mientras seccionaba mi flequillo a la misma altura de su nacimiento sin ceder un escaso milímetro. Yo aparentaba seguridad pero mis dudas se multiplicaron por mil cuando Loli dejó las tijeras a un lado y amarró la máquina quitapelos. ¿Hacía falta? Si ya a penas restaba vestigio alguno de mi melena. Supongo que por venganza, por las lamentables condiciones de aquel anciano artilugio o por puro y mero disfrute apretaba mucho y llegaba a hacerme daño. Pero no protesté. Comenzó pelándome desde la frente recorriendo todo mi cráneo hasta la misma base de la nuca. Los breves pelitos volaban por los aires como una legión de ácaros o minúsculos insectos en un vuelo caótico y bello. Una vez hubo concluido toda la parte frontal, superior y trasero, se deshizo de los laterales. Otra vez saltaron pelos por todos lados y en breve, era una mujer calva.

Quizá por solidaridad mis hermanos eligieron mi mismo modelo de corte. Loli hizo su trabajo esta vez callada. Resignada. Derrotada. Hundida. Por fin se había callado el loro rapador. Había sido vencida con sus mismas armas.

El haber llegado hasta el final significaba una evidente victoria sobre la peluquera, pero aún restaba lo mejor de la guerra: la reacción de mi madre cuando nos viera de esa guisa.

Cuando llegamos a casa la que llevaba una sonrisa dibujada en la cara era yo. Era “mi turno”. Y cuando nos abrió, disparé con toda mi artillería verbal para noquearla:

¿Así es como te gusta, Mamá? ¿Ya te has quedado contenta? ¿Ya has conseguido lo que querías? ¿O acaso lo quieres más corto?

Pues sí. Así es como os lo teníais que haber recortado antes. Estáis muy guapos. Si ya os lo decía yo…. Ya verás que fresquitos vais a estar este verano…

mdj
Author: mdj

3 comentarios

    MAGNIFICA, me hace recordar los veranos en los que me ocurria algo muy muy parecido.

    me encanta la historia espectacular experiencia

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