Menos es más (Franco Battiatto)

Laia era una cotizada maniquí de los más exquisitos cenáculos de la moda internacional. De esas glamourosas modelos que salen en todas las revistas y que no se levantan de la cama por menos de 100.000 dólares. Era una triunfadora adicta al éxito. Una diva con cuerpo de venus, rostro de diosa y un cabello fuerte, sano y bello. Durante casi una década fue la sofisticada y sensual emperatriz de las pasarelas de medio mundo y varios modistos la eligieron como su eterna y sempiterna musa. El secreto de su intenso, deseado y deseable éxito se debía, no tanto a su cuerpo diez cuanto a su cabello.

Su verdadera seña de identidad era indiscutiblemente su extenso pelo. Una melena que significaba la envidia de sus contrincantes y que los más respetados estilistas capilares del planeta se disputaban en moldear y modelar a cualquier precio. Se trataba de una melena ejemplar y definitiva. Digna, larga, completa. Bien crecida que enmarcaba un bellísimo y anguloso rostro nacido de un cuello de verdadero impacto; largo, como su cabello. Un cuello a su vez fruto de unas clavículas perfectas y a prueba de cualquier escote. Aquella bella mata de pelo había soportado con sobresaliente miles de ensayos y todos los miles de ensayos y todos los avances en el sector de la peluquería. Todos los experimentos en ella quedaban simplemente fascinantes.

Sin embargo, su brillante carrera había entrado en declive al llegar a los 30 años. Y buena parte de la culpa de su caída era precisamente aquello que le había hecho triunfar: su cabello. Había sometido a tantos cambios durante a aquellos años a aquella hermosa melena que ahora presentaba un aspecto deplorable. Ella se había negado siempre a las extensiones así que el pelo que había presentado rizado, planchado, moldeado; rojo, amarillo, blanco, negro, con mechas de todos los colores, con adornos, con flequillo, con laca, con gel, con todo tipo de adornos y accesorios … no era más que un pálido reflejo de lo que había sido. Su fortaleza, su brillo y su textura ya no eran tales. Avejentada maraña era ahora. Laia, sabedora y consciente de la circunstancia, se lo recogía en moños y en coletas nada favorecedoras. Todo con tal de no mostrar el estado penoso en el que se encontraba. Hacía falta, pues, un cambio urgente para redireccionar de nuevo a la cúspide su carrera. Un cambio llamativo, incluso arriesgado si era necesario. Había que jugársela. Su manager Luigi le pidió, por ello, un último y delicado esfuerzo antes de que los diseñadores se olvidaran para siempre de ella y pasara a ser una pieza de arqueología en el cruel museo de la moda.

– Haz Caso a Ross, nena.

Ross era un estilista diletante, un loco al que nadie hacía caso. Una especie de visionario algo lunático del mundo de la moda. Él lucía una melena hasta la cintura que se enrollaba en el cráneo como una corona. Actuaba como un excitante dios de las pasarelas de vanguardia y se hacía rodear de toda una pléyade de jovencitos y jovencitas, mitad maniquíes, mitad estilistas, a los cuales hacía rasurar totalmente todo el vello de su cuerpo. Desde la cabeza hasta sus partes más íntimas. Era una especie de Corte pelada que le divinizaba y le seguía como un auténtico monarca sin trono. Los desfiles de Ross eran delirantes performances paganas en las que sus modelos iban casi desnudas. Gozaba de cierto predicamento en un sector mínimo y excesivamente cool y minoritario del negocio de la moda y tenía su cuartel general en Londres. Predicaba lo que él denominaba: “minimalismo capilar”, una extraña teoría que se vertebraba en la idea de que el bello no es estético y que cuanta más piel se muestre al mundo, más belleza se obtiene del cuerpo. Todo aquel universo alocado, todo aquel singular ecosistema estético no se correspondía en absoluto al estilo, bastante más discreto y clásico de Laia. Pero la situación de nuestra maniquí era ya desesperada. Cambiar o perecer para el mundo de la pasarela…

– Haz caso a Ross, Laila. Pélate, nena.

La repetición de las palabras de Luigi resonaron esta vez duras en los oídos de Laia. Para reforzar su argumento, y en vista de que la modelo no había encajado del todo mal la recomendación, el manager le explicó detenidamente con un sólido discurso las nuevas tendencias que ya estaban distinguiéndose en el mercado de la moda y en el que Ross tendría mucho que decir en un futuro no tan lejano.

– Mira, mona, lo barroco ya no vende. Nadie quiere ya las melenas largas. Se impone la comodidad. El futuro es lo masculino, lo andrógino: El pelo corto. Eso es lo que funciona, el pelo a lo garçon. El mercado ha dictado sentencia y las melenas son parte del pasado… ¿Lo harás? ¿Querrás hacerlo por tu querido Luigi que siempre ha estado a tu lado? Si te atreves te aseguro que el teléfono volverá a sonar y no tendrás agenda hasta dentro de tres o cuatro años. Te lloverán las ofertas de trabajo, nena. Es el momento…

– Vale. Lo haré. – El gesto de Laia fue grave y duro. Como su decisión. La puerta hacia el futuro estaba abierta.

(Dos semanas más tarde)

El vuelo hacia la ciudad del Big Ben fue más bien tenso. Durante todo el trayecto en el avión la modelo no paró de moverse inquiera y de acariciarse el pelo en un obsesionado movimiento de arriba abajo. No dejaba de darle vueltas a aquella rara pero posiblemente exitosa idea del “minimalismo capilar”. La sola expresión ponía nerviosa a Laia que sin embargo sabía que era su última oportunidad de salvaguardar su status. El corte que se iba a dejar a hacer determinaría el resto de su carrera profesional. O diva o “chacha”, pensaba. No había término medio.

El “reino” estilístico de Ross se encontraba en el bello y exclusivo barrio de Nothing Hill. Se trataba de un salón de aspecto y fachada anticuada pero que nada más atravesar el umbral de su puerta deslumbraba por su sofisticación. La modelo iba acorde al entono: un ceñido vestido de material plástico sin mangas, generoso escote en barco y minifalda de vértigo. Como sabía que se dirigía al paraíso del minimalismo había prescindido para la ocasión de complementos a los que era tan dada: vistosos pendientes, pulseras, collares, sortijas… Se trataba de no llamar la atención y ajustarse a la situación lo mejor posible. Sin llamar la atención.

Cuando la pasaron a la “sala de actuación”, así rezaba un cartel en la puerta, Laia notó con sus cinco sentidos claramente la límpida asepsia de un quirófano. Era un ambiente gélido y metálico. Observó las herramientas de peluquería dispuestas sobre una mesa y alineadas perfectamente como si de instrumental clínico se tratara. El muestrario se componía de peine, tijeras, navajas de varias clases y máquina rapadora… ¡sin peine ni guías!. Sin más. Ni pinzas, ni bigudíes ni cualquier otro adminículo que pudiera distraer el “minimal styling” que allí se realizaba. Lo que denominaban “un servicio completo”. Todo allí era ofensivo, amenazador, cortante.

Ni secadores, ni tijeras, ni tintes…. Lo básico. La sillas eran más bien incómodas, de un diseño futurista y radicalmente moderno con un pequeño respaldo que no subía más allá de los riñones para dejar la espalda libre para la mejor actuación de los peluqueros. La música ambiente que sonaba en todo el lugar era en cambio estimulante, acogedora e incitaba al relajo y al goce sereno desde el abandono.

Dos bellas jóvenes totalmente rasuradas y vestidas como vestales romanas (una mínima tela de raso cubría sus partes íntimas y sus turgentes pechos de adolescente) recepcionaron amablemente a la distinguida cliente. No llevaban joyas ni maquillaje alguno y del suelo sólo las separaba unos mínimos zuecos de un material que parecía plástico transparente. Lo cierto es que todo en aquel lugar parecía cristalino, traslúcido. Luigi entonces trasladó decididamente a las empleadas el deseo de su representada que más bien era el suyo propio:

– La señorita desea un “servicio completo”.

Las jóvenes calvas tomaron cada una por un brazo a la modelo que fue acompañada ipso facto y de un modo suave hasta una cabina preparada a tal efecto que estaba al fondo de la sala. Allí se encerraron y allí, tras aquellas mamparas que sólo dejaban intuir las figuras de las tres muchachas, Laia fue sometida a una sesión integral de “minimal styling”. Menos es más. En apenas media hora la top-model había sido despojada diligentemente de todo vestigio de pelo en su cuerpo. Axilas, piernas, cejas, pubis… tan sólo restaba el de su cabeza. Al final de la sesión le frotaron todas las partes rasuradas con un bálsamo perfumado y dulcísimo. Laia se sentía bien. Como liberada. Los nervios iban cediendo y ahora se encontraba distinta. Estaba naciendo una nueva modelo gracias a un excesivo minimalismo que rayaba lo animal.

Instantes después las vestales condujeron a la clienta directamente a la sillita de metacrilato que se situaba en medio de aquel salón prácticamente vacío. La iluminación había variado ahora y sólo era un foco directo a su cráneo y al espejo. Aquello más bien parecía una sala de tortura clandestina. Allí estuvo sentada más de cinco minutos algo tensa ahora por la espera y sobre todo por su nueva imagen. Verse sin cejas la hacía parecer otra, una marciana, pero lo cierto es que resaltaba aún más sus hermosos ojos grisáceos que habían seducido a los mejores fotógrafos del panorama internacional. Aquello no iba del todo mal pero quedaba lo mejor… o lo peor.

Y al fin apareció el protagonista de la sesión. Ross salió como por arte de magia de detrás de unas cortinas con un dragón dorado sobreimpresionado sobre ellas y tomó el mando de las operaciones. Las informaciones de Luigi no desmerecían en nada al personaje. Se trataba de un individuo bajito y huesudo pero con una mirada de fuego. Intenso. Especial. Lucía una extravagante túnica multicolor plateada y alrededor del cuello tenía colgados un número exagerado de collares de todas las tipologías imaginables. Pero, sobre todo, lo que más impresionaba era su cabello. Una inmensa mata de pelo que enrollaba en su cabeza como una aureola o una corona. Ese cabello suelto excedería con mucho su cintura. Esa era la imagen del nuevo gurú de la moda.

Ross no hizo nada especial para arrancar su trabajo. Saludo con dos castos besos a su clienta y casi sin mediar palabra se puso manos a la obra. Sabía perfectamente a lo que había venido Laia y él se lo daría.

La maniquí tenía el pelo muy quemado y teñido de un feo rubio pollito. Su melena era una clara víctima de un exceso de sesiones de peluquería. Traía su cabello recogido en una cola de caballo como avergonzándose de él y muy repeinado hacia atrás con fijador. Era la misma coleta que había estado acariciando durante todo el vuelo.

Ross liberó aquella cola de su goma y la melena se abrió espectacularmente como una flor capilar que iba a ser cercenada en plena primavera. Fue una imagen ciertamente sensual.

-¿No me lavan el pelo? – Preguntó un tanto asustada Laia para romper la tensión y para tratar de dilatar lo ya del todo insoslayable.

-Hay que ahorrar agua niña- La respuesta del estilista no estaba exenta de una inteligente y malintencionada ironía. Pero por si fuera poco remató la faena para sacarla equívocos extraños:

-¿Para qué quieres que te vaporice el pelo? Aquí hemos venido a lo que hemos venido. ¿Verdad, muñeca?

Laia no llegó a pronunciar palabra. Tan sólo movió su cabeza de adelante a atrás en un obligado gesto de aprobación.

-Claro, niña. Has venido a liberarte de lo que te sobra, darling. Ya sabes: Menos es más… ¿Aún no lo sabes? ¿Aún no te lo han contado? Vamos allá… – Aquellas palabras sonaron como una sentencia.

Y Ross unió las palabras a los hechos y no se anduvo por las ramas. Ni pinzas, ni dividir el cabello por secciones. La melena sería sacrificada de un modo total y continuado. Rotundo. El peluquero minimalista situó de este modo la tijera justo a la altura del lóbulo de la oreja izquierda de su clienta y la hizo avanzar en un recorrido inquietante y librador que eliminó para siempre 50 centímetros de su cabello y que sólo cedió cuando, tras pasar por toda la zona nucal, hubo alcanzado el lóbulo justamente opuesto: la oreja derecha.

A continuación peinó toda la cabellera hacia delante y cortó el flequillo que descendía hasta más allá de la nariz a la altura de su nacimiento. Cuando el cabello descendió delante de los ojos de la modelo ésta no pudo evitar dejar escapar unas calladas lagrimitas. “Snif, snif”.

Una vez despejado el camino, y a pesar de los lloriqueos disimulados de la joven, Ross activó la máquina y prescindiendo de cualquier atención para con ella fue pasándola por su cráneo saboreando con pleno disfrute aquella pelada. Sabía que rapar a aquella mona, a Laia, era todo un triunfo para él. Posiblemente estaba rasurando el pelo más conocido del mundo. La rapaba con distanciamiento y frialdad como si estuviera pelando a una muñeca.

Mientras los mechones iban cayendo uno a uno derrotados por la acción de las eficientes cuchillas de la rasuradora una joven recogía al punto la cascada de pelo del mismo suelo. Al parecer Ross consideraba de mal gusto que el cabello recién sacrificado permaneciera en el suelo durante tiempo. Era una especie de herejía que contemplaba en el catecismo de su nueva religión peladora. Otros decían, sin embargo, que con el cabello muerto confeccionaba pelucas para los desfiles, una versión bastante más creíble de todo ese asunto.

Creíble o no, lo único cierto es que Laia entre lágrima y lágrima, entre “snif” y “snif” estaba quedando íntegramente despelucada. Su otrora espectacular melena rubia envidia de todas sus rivales, que la habían llegado a imitar en largura, color y modelado, yacía ahora en el suelo, trozo a trozo, inservible y muerto y en breve serían recogidos.

Cuando hubo borrado todo el cabello, Ross espetó:

– Bueno, y ahora, el pulido.

Extendió sobre todo su cráneo una buena porción crema y la distribuyó lentamente como una pátina conformando una homogénea y uniforme película clara sobre su nuevo y rapado coco. Era el momento de la navaja. Ross prendió una con mango rojo, la abrió a la luz del foco y como un brillante falo la hizo deslizarse por su cuero cabelludo. La acción, lenta y parsimoniosamente efectuada eliminó todo vestigio blanco de la piel de su clienta. Dejando su cráneo liso, brillante y suave, muy suave. Acariciable. Laia volvió a sentirse de nuevo tersa y lisa. Apetecible.

– Y ahora, la sorpresa final. – Continuó Ross

El estilista presentó entonces a su clienta a Marck, un negro francés de origen senegalés quien también tendría su participación en tan particular festín estético. Marck era tatuador profesional y era el encargado por Ross de diseñar el cráneo de la modelo.

Franck condujo a Laia a otra sala contigua donde realizaría el trabajo de tatuaje más fascinante que se haya visto jamás en el cráneo de una mujer: Un hermoso y excitante dibujo de volutas, espirales y especies de serpientes inertes que descendían por su cuero cabelludo detrás de sus orejitas hasta el cuello. Franck remató su trabajo pulverizando la cabeza de Laia con un ungüento similar al barniz y que tenía como misión fijar el dibujo al tiempo que otorgaba al cráneo de la renovada diva un brillo achampanado verdaderamente sensual. Fue, sencillamente, un acabado espectacular.

Aquel extraordinario efecto visual junto a las facciones de rostro y medidas de cuerpo de pro sí especialmente hermosas de Laia concluyeron un trabajo sorprendente. El resultado fue todo un éxito y en breve la transformación integral de Laia causó sensación en el mundo de la moda provocando un auténtico terremoto estético.

Aquel año Laila fue la gran triunfadora de las pasarela de Milán, París y Nueva York y esa temporada decenas de top-models decidieron seguir sus pasos como antes lo hicieron con sus cortes de pelo y se afeitaron al cero. Las melenas cayeron de los cráneos como cataratas de pelo sentenciado. Numerosas jovencitas de toda clase y condición acudían por imitación y de un modo masivo a los salones para desprenderse de sus cabellos. Las peluquerías no daban a basto en rapar a muchachas y menos muchachas que deseaban parecerse a Laia que vovía de esta manera a ser, por su audacia, riesgo y belleza, la indiscutible y deseada emperatriz de las pasarelas.

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Author: mdj

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