La apuesta (Franco Battiatto)

-No, José, jamás me cortaré el pelo como quieres. Llevas siete meses dándome el coñazo. Si te gusto y estás conmigo, lo estás porque te gusto como estoy. Ni más ni menos. Sabes que adoro mi pelo y que no lo quiero perder.

Susana tenía una melena densa, negra, muy poblada y brillante, muy brillante. Ligeramente ondulada, como moldeada por el azar de la naturaleza o el artificial de un salón de peluquería. El cabello le sobrepasaba unos diez centímetros de sus hermosos hombros que por aquella época (pleno verano) solía llevar al descubierto. Susana era una auténtica fan de los top, las camisetitas de tirantes y los vestidos ligeros en general. Era violentamente bella y oscura, como su pelo. Entre su hermosa y larga mata de pelo y su cuello se podía intuir una nuca perfecta y dulce. Un cráneo de oro. Yo se lo solía acariciar con las yemas de mis dedos y ella automáticamente se podía nerviosa (creo que aunque no lo reconocía, se excitaba levemente) y siempre acababa diciéndome decía entre ofendida y adulada:

-Ya estás otra vez con tu manía. No me voy a rapar la parte de atrás. Y mucho menos me la voy a afeitar. Llevo el pelo así de largo desde que hice mi Primera Comunión y no me apetece cambiar. Además el pelo corto es de lesbianas.

Era cierto. Llevaba saliendo 10 años con Susana y jamás se había recortado la melena más allá de los hombros. Como mucho, y tras mi constante asedio verbal, se había llegado a dejar una media melenita, que no llegaba ni mucho menos a bob.

A pesar de sus reiteradas negativas si mi relación con Susana funcionaba era porque ella era una apasionada de la peluquería. Extremadamente femenina y coqueta, acudía a la pelu una vez a la semana. Siempre me sorprendía con cambios de imagen, si bien nunca se había atrevido decididamente con la tijera y mucho menos con la navaja o la máquina. Era el momento de que cambiara.

Me encantaba cuando se rizaba el pelo, se lo alisaba con plancha y gel, se lo desfilaba. Raya en medio, raya al lado… cardado, con gomina, plano, con volumen… me trataba bien. Se sacrificaba por mí. Sufría en interminables sesiones de peluquería sólo para complacerme, pero aún faltaba lo mejor, su mayor prueba de amor: raparse. Y fue así como decidí planteárselo; como un órdago decidido, como un ultimátum desesperado:

-Mira, Susana. Te quiero hacer una apuesta. Hazlo sólo una vez. Pruébalo. Si no te gusta como queda, respetaré la decisión de dejarte en paz y prometo no volver a comentarte nada sobre tu pelo. O ganas tú o gano yo.

Me miró extrañada.

-Ah, y otra cosa, Susana…

-¿Qué? – me respondió sin salir de su asombro.

-Que si no aceptas la apuesta, lo dejo contigo aquí y ahora.

Cambió de color. Comenzó a temblar, hundió su rostro entre sus manos y juraría que estuvo apunto de llorar. Se mantuvo unos segundos callada, quizá medio minuto, el tiempo suficiente para entender que estaba en un callejón sin salida: o aceptaba mi reto o me perdía. No había opción. Al final… se entregó.

Aquélla noche hicimos el amor de una forma increíble. Una energía telúrica parecía haberse apoderado de nosotros. Dicen que se llama morbo.

A la mañana siguiente nos despertamos aún pegajosos y húmedos. Volvimos a hacer el amor como animales en celo. Susana se dio una ducha rápida, se paseó por salón desnuda y se cepilló el pelo con melancolía como respondiese a un ritual religioso o funeral. Después de todo se estaba despidiendo de su melena con la que había compartido mucho tiempo.

Decidió recogerse la masa capilar en una coleta baja pero yo se lo impedí y le quité la goma verde. Era mejor verla con el pelo suelo. Cogimos el coche y volamos hacia el sofisticado centro de belleza y estilismo ultramoderno que habíamos elegido para la sesión.

Aunque la idea en principio era teñirse de pelirroja-zanahoria (era lo pactado) lo cierto es que camino al salón, y a pesar de ir a regañadientes, nerviosa y forzada, decidimos sobre la marcha que el tono elegido iba a ser rubio platino, casi blanco. El cambio debía de ser radical. Susana sería ‘la nueva y sensual Susana’. Ese color iba a contrastar tremendamente con sus curvilíneas cejas negras. Pero aquello lo resolveríamos depilando también las cejas hasta dejarlas casi al cero. Una mínima y escueta línea sobre sus grandes ojos.

Pasamos al salón una mujer madurita con el pelo al uno de color azul y labios gruesos inflados de colágeno que hacía las veces de ofíciala asignó a Susana una peluquera jovencita recién salida de la academia. La joven, que no pasaba de los 21 años y que era sólo una aprendiza, puso un gesto de auténtico pavor, cuando Susana le comentó lo que quería hacerse: ¿Estaría esa niña preparada para acometer un trabajo de alto estilismo como ese? Francamente no. Incluso noté como le resbalaba una gota de sudor frío por la frente. Ella también llevaba el pelo muy rapadito. Fue entonces cuando me di cuenta de que todas las chicas del local llevaban el pelo rasurado en plan ‘ultra short cut’. Tan sólo alguna tenía un corte a lo garçon pero sin una longitud más allá de los dos centímetros. Estábamos en el sitio perfecto para rapar a Susana. Si esas chicas se atrevían ¿por qué no ella? Seguro que el ambiente le motivaría y creo que eso fue lo que paso.

La peluquerita lavó lenta y parsimoniosamente la melena de su clienta como queriendo dilatar lo más posible en encuentro definitivo frente al espejo. Después la sentó y la peinó con dedicación durante minutos. La melena (pronto ex melena) de Susana parecía más brillante que nunca. Se notaba que la chiquita estaba más nerviosa que la propia clienta que se iba adaptando con valentía pero con cierto temor a la situación que estaba a punto de afrontar. El semblante de la niña presentaba un rictus de concentración pero a la vez de incapacidad para controlar lo que iba a suceder.

Yo estaba sentado en un cómodo sillón a menos de tres metros de la escena. Una auténtica delicia.

La peluquera repartió diligentemente por secciones perfectamente trazadas la cabellera de Susana en cuatro partes con la ayuda de unas llamativas pinzas de colores. Después tomó las tijeras, obligó a mi chica a inclinar la cabeza hacia delante y cortó sin dudar en línea recta desde la base de la nuca.

Susana acababa de perder cerca de 25 centímetros de cabellera. El descenso de la mata de pelo fue espectacular. La peluquerita repitió la operación a capas hasta llegar a la zona media de la nuca, luego, respiró profundamente. Llegaba lo más difícil.

Se acercó al carrito donde tenía los enseres y herramientas de la pelu y tomó la rapadora. Era grande y estaba algo gastada. Estuvo probando varias guías y siguiendo la férrea directriz de Susana encastró la guía más baja. La operación hizo dudar nuevamente a la chiquita: ¿Quedaría satisfecha la clienta o armaría un escándalo y se quejaría a la encargada? Yo disimilaba haciendo que leía un ‘Hola’ en la silla pero mi mirada superaba la revista y se posaba sistemáticamente en el vaporoso batín de la aprendiza y en la nuca que iba a ser sacrificada.

El clic de arrancado de la máquina quebró la tensión como un frío cuchillo. Bzzzzzz. Comenzó a rasurar temblorosa y muy despacio para no equivocarse Parecía que era la primera vez que lo hacía. Noté como Susana se estremeció a los primeros compases, al entrar en contacto el metal de la máquina eléctrica con su cuero cabelludo. Incluso creo que llegó a encogerse, pero a medida que la rasuradora avanzaba con paso raudo no tuvo por más que ceder y bajar aun más la cabeza, casi humillada, pero a la vez complacida. Le estaba gustando. La rasuradora, no sé si por impericia o por puro vicio de la peluquerita, subió dos centímetros más de lo revisto inicialmente. En apenas tres minutos y tras indecisiones y titubeos de la niña de la máquina, más de la mitad de la parte de trasera de la cabeza de mi novia ya estaba desnuda. Limpia. Rapada. Cero. Mi excitación era total y noté como mojé todo el interior de mis calzoncillos bóxer ajustados. No me pude controlar. Ver como descendían a modo de cascada los negros mechones de Susana por la capa rosa fucsia fue una visión visceral, casi animal.

Posteriormente recortó a la altura del mentón los laterales. Se trataba de un estilo paje pero muy corto. Las alas laterales quedaron recortadas no mucho más allá del lóbulo de la oreja. Luego comenzó con el flequillo. Peinó la zona frontal hacia delante y redujo la cortina capilar que flotaba sobre el rostro de Susana a un flequillo minúsculo y rectilíneo a lo Cleopatra. A penas centímetro y medio de pelo que descendía a duras penas plano y pegado a la frente dando paso a una cara excesivamente maquillada. La melenita de los laterales se veía sobrepasada por unos enormes y gruesos pendientes de aro dorada, dándola un punto de Dama antigua y sabia, de Musa exótica y sexual, recién rapada.

El resultado era un corte tazón, perfecto, geométrico, lineal… Dejaba al descubierto su tierna nuca para ser acariciada, besada, sublimada. La peluquerita tomó después la plancha plana y procedió a alisar con mucho esfuerzo y fruición el pelo lateral. Quedó como una tabla dividido por una pulcra, decidida y marcadísima raya en medio… Susana ya era la ‘nueva sensual Susana’.

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Author: mdj

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